lunes, 30 de enero de 2017

"El castillo de Acacius" Joaquim Colomer

                 

La niebla que inundaba los pirineos catalanes se despojaba ante la salida del sol. Unas luces de un coche que pasaba por una solitaria carretea de esa zona, se revelaban ante la poca neblina que aún no se había disipado. Dentro de él se hallaban Javier y Laura, que estaban pasando unos agradables días de vacaciones.

—Creo que ya falta poco para llegar —apuntó Javier.

—Ya llevamos más de media hora de viaje, cariño —dijo ella observando un mapa—. Espero que valgan la pena esas ruinas medievales.

—Seguro que sí. Las fotos que vimos por internet eran espectaculares.

—¡Mira! Creo que es por aquí. —Laura señaló una estrecha carretera de tierra que se divisaba a mano derecha. Estaba cerrada con una valla.

Javier paró el coche y observó unos segundos un cartel oxidado que había a un lado de ese camino.

—Ruinas del castillo de Acacius a dos kilómetros —leyó en voz alta —. Efectivamente, señorita, es por aquí. —Le guiñó un ojo.

—Vaya —Sacudió la cabeza mientras resoplaba—, pues creo que tendremos que volver porque está cerrado.   

—Eso tiene solución. —Javier bajó del coche y apartó la valla.

—¡Espera! A ver si nos vamos a meter en un lío…

—No creo que pase nada. —Subió al coche —. Además, deben haber cerrado el acceso por el mal estado del camino y, nosotros, vamos con una todo terreno. Así que no hay problema.

Se adentraron en ese lugar. El paisaje era hermoso, montañoso y verde, y ya no había ningún rastro de niebla. El sol imperaba en la montaña.

—Mira, Javier: hay un hombre que nos está haciendo señales con la mano.

—Sí, ya lo veo. Debe ser un lugareño de la zona. —Se encogió de hombros.

Paró el coche al lado de ese desconocido y bajó la ventanilla. Era un hombre que frisaba los setenta años de edad, con el cabello blanco y se apoyaba con un bastón mientras pipaba un puro consumido que sujetaba con sus dientes desgastado y amarillentos.  

—Buenos días, muchachos —saludó el lugareño—. ¿Dónde os dirigís?

—Vamos a visitar el castillo de Acacius. Es por aquí, ¿verdad? —Inquirió Javier.

—¿Habéis encontrado el camino abierto?

—No…—titubeó— Hemos apartado la valla nosotros, es que venimos de muy lejos y teníamos muchas ganas de ver esas ruinas. Somos unos fanáticos de todo lo relacionado con lo medieval.

—No deberíais haber entrado —Su rostro destilaba seriedad.

—¿Es propiedad privada?

—No. Esa valla la puse yo para evitar que nadie llegara hasta el castillo. —Hizo una calada del puro y lo tiró—. No sé si sabéis que en esas ruinas han acontecido sucesos un tanto inquietantes.

—¿Inquietantes? —repitió Javier.

—Verás: tiempo atrás, algunos turistas que habían ido a visitar el castillo, desparecieron sin dejar rastro. Otros, regresaron enloquecidos o en estado de shock.

—¿Y qué decían los que lograron regresar?

—Que habían visto a los que regentaban el castillo en la época medieval. Supongo que se refieran a sus fantasmas.

—¡Bah! ¡Tonterías! —exclamó con escepticismo.

—Aunque esas ruinas son públicas y pueden recibir visitas, es un lugar maldito. Por vuestro bien os pido que regreséis.

Javier sonrió y sacudió la cabeza con incredulidad.

—Ya veo que no podré disuadiros.

—Así es. Hasta la vista —dijo al fin, antes de subir la ventanilla y arrancar el coche.

—Javier, esas cosas que ha dicho ese hombre me han dado un poco de miedo. ¿No crees que deberíamos regresar?

—No, ya sabes cómo son los ancianos de los pueblos de montaña; siempre intentan evitar visitas de los turistas para que no ensucien la naturaleza. Seguro que se lo ha inventado todo.

—¡Ya veo el castillo! —Lo señaló con entusiasmo.

Se trataba de un castillo con dos imponentes torres, aunque estaban medio derrumbadas. Solo quedaba el esqueleto de la construcción ya que, en el interior, no había paredes y estaba lleno de vegetación.

Aparcaron justo en frente y bajaron del coche.

—¿Entramos? —propuso Javier.

Laura asintió.

—Por internet leí que el tal Acacius murió por los alrededores del año 998 —comentó mientras pasaban por la entrada.

—¿Esto es todo? —preguntó ella mirando a su alrededor.

—Pues sí, este es ese lugar tan aterrador que decía ese anciano; ya te dije que nos estaba mintiendo —Se volvió hacia una pared— ¡Mira! ¡Allí hay una inscripción! Vamos a ver qué dice...—Se acercaron—. Está lleno de polvo y no se ve bien —dijo mientras lo frotaba con la mano.

En ese momento, justo en frente de esa inscripción, unos chispeos empezaron a brotar de la nada, formando un agresivo remolino multicolor.

—¡Qué coño es esto! —gritó Javier intentando retroceder. El remolino lo estaba absorbiendo.

—¡Javier! ¡Ayúdame! —vociferó, con el miedo plasmado en su rostro. Ella se aferró al brazo de Javier, pero al final, cedieron ante ese agresivo torbellino y los engulló.

Tumbados en el suelo y aturdidos, abrieron los ojos.

—¿Dónde estamos? —dijo Javier, poniéndose en pie y observando a su alrededor, extrañado.

Laura hizo lo mismo. Precia que estaban dentro de un castillo.

—¡Quietos! —se escuchó detrás de ellos.

Se volvieron y un hombre joven y fornido, con ojos azules como dos topacios y cabello moreno, acercó la punta de su espada al gaznate de Javier. Iba vestido con antigua indumentaria medieval.

—¿Cómo habéis entrado? Este extraño ropaje que lleváis, ¿a cuál linaje pertenece? —preguntó irguiendo la cabeza con agresividad, mientras se oían unos sollozos de Laura.

—¿Cómo? —tartamudeó el aludido— Esto es una broma, ¿no?

De repente, apareció otro hombre.

—¡Vasallo! Llévalos a las mazmorras hasta que averigüemos cuál es su linaje —Ordenó.

—Lo que usted diga, señor Acacius.

—Acacius —Repitió Javier al tiempo que empezó a ligar cabos.

—Espera, ¿nos conocemos? —Acercó su rostro al de él; su aliento desprendía un hedor muy desagradable.

—No, no nos conocemos. —Se apartó—. Creo que hemos llegado aquí por accidente, nosotros venimos del futuro.

—¡Señor! ¡Están atacando el castillo! —apreció otro hombre.

—Vosotros dos, no os mováis de aquí. Ahora vuelvo —dijo Acacius, amenazador con el dedo.

Se fueron y dejaron a solas a Javier y Laura.

—Mira, cariño, allí está la inscripción que has frotado antes de que viajarnos en el tiempo —dijo ella.

—Ahora es la nuestra, ¡vamos! —exclamó mientras se acercaban allí.

Javier frotó de nuevo esa inscripción y volvió a aparecer, como si de magia se tratase, ese remolino chispeante.

Fueron engullidos y, de la misma forma que habían ido allí, regresaron.

—¡Vámonos de aquí! —vociferó Laura, mientras salían de las ruinas apresuradamente.

—Espera. Mira, aquí hay otra inscripción —dijo él.

—¡Déjate de inscripciones y marchémonos ya de aquí! —Subieron al coche y se fueron.

La última inscripción que vio Javier, decía:

Acacius murió el año 998. Después de acoger a dos extraños forasteros, su castillo fue invadido y resultó herido de muerte.

Al cabo de un día murió desangrado y sus últimas palabras fueron: “Se ganó la guerra, se perdió la vida” .

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