miércoles, 16 de noviembre de 2016

"En casa de Hannibal Lecter" Jose Rinlo


La noche de Halloween iba a comenzar, nada podía salir mal. El doctor Hannibal Lecter lo preparaba todo para recibir a su invitado. Le había dejado abierto un enorme ventanal del comedor para que hiciese una de sus entradas triunfales, y las que a él, personalmente, le encantaban. Iba a abandonar el salón para ir a por la cena a la cocina, cuando sintió como si algo le rozase, y un frío gélido que le erizó los pelos de la nuca. Su invitado había llegado, como siempre, por obra de magia. Allí estaba, esperando en la mesa, sin que el doctor lo hubiese visto llegar. No obstante, sí lo había sentido, y aún de espaldas, sin ni siquiera mirar, por si se equivocaba, le dio la bienvenida a la noche de Halloween, la que daba paso a "el día de los difuntos".

-Veo que no cambia con los años, Conde. Como siempre, en el momento justo.

-Ya me conoce, doctor. Y ahora, ¿qué le parece si nos tuteamos, Hannibal?

-Jajajaja, Drácula, me encanta su sentido del humor, siempre me ha gustado. Es una de las razones por las que me cae tan bien. - Él lo miraba con una sonrisa cómplice, que dejaba a la vista los enormes colmillos que tantas vidas habían succionado.

-Déjate de cumplidos y trae la cena, carcamal. Espero que hayas acertado. La última vez que cenamos juntos, casi me matas, y eso que eres doctor. Jajajajaja.

Cuando Hannibal llegó con la cena, ambos se descojonaban de risa. La noche prometía. Esta vez, se había acordado que desde hacía unos años, su peculiar invitado le tenía miedo a la sangre. Lo que era Drácula, y en lo que se había convertido...

El doctor le puso delante un suculento pollo asado y una bandeja de patatas fritas. En cambio para él, tenía un plato un tanto peculiar. Unas horas antes, había llevado a un vagabundo a su casa, con la promesa de invitarle a cenar y darle algo de ropa limpia; aunque, una vez dentro de la vivienda, lo que le dio fue una dosis de morfina como para tumbar a un caballo. Lo sentó en una silla, y con una sierra, le levantó la tapa de los sesos. Poco a poco, muy hábil, le fue cortando los músculos y nervios que sujetaban el cerebro, hasta que consiguió quitárselo impoluto, y de una sola pieza. Se deshizo del cadáver, cortó el cerebro en láminas y lo cocinó, salteándolo con unas setas. Esa noche, cenaba su plato preferido.

Ya terminada la cena, y un sinfín de conversaciones entre ambos, Lecter bajó a la bodega a coger un suculento coñac que reservaba para las ocasiones especiales. Cogió la botella, pero cuando quiso salir de allí, se quedó de piedra, como una estatua. Se había quedado atrapado. Comenzó a ponerse muy nervioso, sudaba frío, quería chillar y no podía. Su miedo empezó a dominarlo, tenía claustrofobia. Al final sacó fuerzas y se puso a chillar y a aporrear la puerta como un loco, como si lo llevasen los demonios. Drácula, al oír semejante alboroto, fue a ver qué le había pasado. Tan solo al abrir la puerta, el doctor salió de allí como un rayo. Ya más tranquilo, propuso al Conde irse al cementerio a beberse el coñac y a pasar lo que quedaba de noche. A éste le sedujo la idea, así de paso, podrían dar algún que otro susto de camino. La gente los miraba durante el trayecto, pensando que tenían el disfraz perfecto; lo que no se imaginaban, era que se trataba de los verdaderos "Conde Drácula y Hannibal Lecter". Pero ahora, había llegado el momento de esconderse; estaban llegando al cementerio, y no querían que nadie viese que entraban en él.

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