lunes, 15 de mayo de 2017

Amores perros: Lola (Susana. Grupo B)


Bueno, parece que aquí termina todo; en el ardiente asfalto, viendo unas grandes ruedas alejarse. No siento dolor, pero sí tristeza. Tristeza por los que dejo atrás, los que me quisieron y le dieron a mi perra vida algo de felicidad.

       Me llamo Lola (al menos ese es el nombre que tengo ahora); fui abandonada en la calle junto a mis hermanos, casi al momento de llegar al mundo. ¿Por qué?  No lo sé.

      Solo sé que me encontré junto a mis hermanos en una caja, mojados y con hambre. La fuerza y la vida nos iban abandonando lentamente. No sé cuánto tiempo pasó. De pronto unas cálidas manos le daban calor a mi helado cuerpo. Podía escuchar a mis hermanos, pero no verlos; aún éramos muy pequeños para abrir los ojos. Nos acurrucábamos unos junto a otros tratando de suplantar el calor de nuestra madre.

       Pasaron los días y nos hicimos más fuertes. Por fin abrimos los ojos; empezamos a alimentarnos solos. Por lo que escuchaba hablar a los humanos, era un hembra pp, (pura raza perro): estatura media; blanca, con manchas negras y marrones, y hasta tenía una oreja de cada color. Las manchas dieron origen a mi primer nombre: Manchita. También entendí que para las hembras no era tan fácil encontrar un hogar. Mis hermanos fueron encontrando el suyo mientras yo me quedaba cada vez mas sola; hasta que un día todo cambio.

        En el Campito -así se llamaba el lugar donde estaba- un día a finales de la primavera, llegó una señora algo mayor y con mirada triste. Ese día recorrió el pasillo donde estaban los caniles, deteniéndose por un instante en cada uno. Me mantenía en un rincón. Ya no me acercaba moviendo la cola ante los visitantes para buscar  ser la elegida y un poco de cariño. Buscar un hogar para mí. Pero ese día los ángeles de los perros estaban de mi lado. Ese día encontré un hogar.

       Así comenzó mi nueva vida. Tenía una casa con jardín para correr, mi mullida colchoneta y el cariño de Blanca, la señora que me había adoptado. Ella era muy cariñosa conmigo y con un gato gruñón de color negro que casi triplicaba mi tamaño; me costó hacer buenas migas con Richy, pero con el correr de los días compartimos cama. Blanca tenía dos hijos, una mujer y un varón, pero sus vidas estaban tan ocupadas que casi no tenían tiempo para visitarla; cuando lo hacían, debíamos desaparecer. La gruñona, “su hija”, era el calco de Blanca, pero odiaba a los animales y al amargado (su hijo). Cuando venía de visita solo estaba como máximo media hora y luego desaparecía por un tiempo.

       Un día, Blanca me puso dentro de una especie de canasto cerrado. Ella con caricias y palabras trataba de tranquilizarme. Algo me decía que no sería como todos los días… Otra vez estaba en el Campito, y no lo entendía porque me había portado bien. Bueno, salvo alguna que otra plantita que arranqué, pero es que me llamaba la atención su perfume. Algo no estaba bien: ¿por qué Blanca ya no me quería más?

Trate de hacerme lo mas chiquita que pude al fondo del canasto, pero unas manos fuertes me sacaron de allí. Me quedé quita porque tal vez así me dejarían tranquila. Pude ver a Blanca a los lejos, tras una puerta que se cerró cuando me pusieron sobre una mesa; después de eso ya no recuerdo nada más. Cuando desperté estaba en mi adorada colchoneta, y me sentía rara. Trataba de ponerme de pie pero mis patas no me ayudaban; algo parecido a la pantalla de las lámparas que tenía Blanca a cada lado de su cama me impedían y frenaban las ganas de lamer mi panza. Di por perdida la batalla y traté de olvidar mi incomodidad. Con los días pude asimilar que había sido castrada.

        El tiempo pasó. Tenía una vida feliz. Ya había pasado los dos años de vida; no podía imaginar que mi vida perruna cambiaría nuevamente. De pronto la casa se llenó de gente extraña, llantos y silencios; Richy desapareció y ya no lo volví a ver. Yo buscaba a Blanca pero ella se había ido. Durante un tiempo estuve sola, con hambre. La puerta de la casa se abrió y entró la gruñona; me ató con una correa y me subió a un auto. Me abandonó en un terreno baldío, atada a un árbol; otra vez estaba sola y debía buscar la manera de sobrevivir. Luché, luché por desatarme. Tiré para un lado y luego para el otro; después de casi darme por vencida logré deshacerme de la correa. Dejé ese baldío plagado de ratas, con miedo y a la vez con esperanza de volver a encontrar un hogar.

      Caminé por días, con hambre y frío; sucia, con un par de kilos menos y mis patas lastimadas. Un lugar me llamó la atención. Solo quería un lugar para descansar un rato; había un auto en la vereda, un auto que se veía nadie usaba. Me acurruqué debajo, cayendo en un profundo sueño. Cuando desperté encontré dos cacharros: uno con comida y el otro con agua; al otro día volví a encontrar agua y comida, así cada día hasta que me animé a salir de mi refugio. Me senté en la entrada del lugar, miré con atención y había algunos autos estacionados. En otro lado se veía algunas chatarras oxidadas, y en el medio un galpón con herramientas. Lentamente caminé hasta ese lugar. Un hombre con las ropas llenas de grasa trabajaba en el lugar. Me acosté y lo observé; me quedé quieta hasta que él se dio cuenta de mi presencia.

    -¿Al fin te has decidido a entrar?— Su voz me asustó un poco, pero enseguida supe que no debía tener miedo.


     Encontré un nuevo hogar, un nuevo nombre y una familia. El hombre se llamaba Marcial. Era un poco gruñón y mal hablado; su mujer era Camila, o Petty, como todos le decían. Nunca estaba durante el día, se iba muy temprano y volvía ya entrada la noche; tenía dos hijas: Myrian; y otra niña de siete años que se llamaba Susana. Todos vivían al fondo del taller, en una casilla de madera. La más grande cuidaba de la beba mientras los padres trabajaban; yo repartía el día entre ellas y mis rondas por el taller. La rutina era la misma todos los días, pero por las tardes todas cambiaban.

    Susana, la  mayor de las niñas, mientras su hermanita dormía y la noche iba cayendo, prendía todas las luces de la casa; abría todas las ventanas y puertas, tomaba un banco, alto y de color claro y lo llevaba al patio para luego sentarse; se quedaba quieta, solo mirando, hasta que de pronto comenzaba a llorar. Nada de lo que yo hacía lograba parar el llanto; ladraba, saltaba, lamía sus manos, pero nada la calmaba. La misma escena se repetía todas las tardes. A la misma hora ella tomaba el banco y todo volvía a repetirse.

     No sé cuánto tiempo pasó, pero un día en lugar de tratar de que Susana dejara de llorar intenté otra cosa. Sabía que Marcial se quedaba hasta un poco más tarde en el taller, acomodando y limpiando las herramientas; así que fui corriendo, ladrando hasta allí. Él estaba escuchando la radio, sentado dentro de un auto mientras yo ladraba, daba vueltas y regresaba a donde estaba la niña; pero él no se movía, solo me decía:

     —Lola, cállate, Lola a la cucha —Y seguía pendiente del partido que trasmitían en la radio.

      Lo intenté varias veces pero no lograba que me siguiera; en uno de mis intentos, vi que su pie estaba fuera del auto, así que sin pensarlo lo tomé del pantalón, tiré, tiré y tiré, hasta que logré que me prestara atención y por fin me siguiera hasta donde Susana estaba sentada. No sé qué pasó. Eso fue anoche; ahora aquí estoy, en el asfalto, por la mala costumbre de correr a las gallinas de la canchita de enfrente; esta vez la suerte no me acompañó. Mis ojos comenzaron a cerrarse. Antes de dejar este mundo, sentí las manos de Marcial tomarme cariñosamente y envolverme con una manta; detrás de él estaba Susana. Lo último que vi fue a ella con un vestido celeste y blanco. Al frente tenía  dos botones dorados, unidos por una cadena dorada…

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       Lola sí existió. Yo era esa niña que todos los días se sentaba en el patio a llorar. No sé cómo fue su vida antes de llegar con nosotros, pero espero que fuera un poco como la imaginé. Lo que sí sé es que el tiempo que compartió su vida con nosotros fue querida. Murió bajo las ruedas de un colectivo que no se molestó en frenar, quizás no la vio o no le importó. Creo recordar que mi padre lo esperó por días, pero ya no recuerdo más.

       Ella fue parte de mis amores perros. Quizás algún día les cuente sobre los demás. Cada uno de ellos tuvo un lugar especial en nuestro corazón.

 Hasta el día de hoy espero otro amor perruno.

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