martes, 9 de mayo de 2017

Doble secuestro (Merche. Grupo B)


Claudia llegaba tarde al trabajo. Hacía dos días que su coche estaba en el taller, por un fallo en el motor, y no estaría arreglado hasta el día siguiente. Por suerte, el trayecto a pie le ocuparía, a lo sumo, veinte minutos. Era jefa de enfermería y le había costado mucho esfuerzo llegar hasta donde estaba, como para perderlo todo por un simple contratiempo.

Lo que más le preocupaba, era dejar sola en casa a su hija Sara, de dieciséis años. Eran las seis de la mañana y la había dejado durmiendo. Las clases en la universidad no comenzaban hasta las nueve. Sin embargo, no podía hacer otra cosa. Necesitaba trabajar, puesto que era madre soltera y no contaba con ninguna ayuda.

El padre de su hija era un feriante de paso. Dejó la semilla y desapareció. Las promesas de una vida mejor, recorriendo juntos el mundo, se esfumaron como su futuro, dejándola sola y desamparada. Sus padres también la dejaron de lado al saber la noticia, pero ella no se achicó. Cuidó de su pequeña sin la ayuda de nadie. Siguió avanzando, pasito a pasito, fortaleciendo todavía más su carácter.

Cuando terminó su jornada laboral en el hospital, era de noche. Había hecho dos turnos seguidos sin apenas descansar. Mientras se quitaba el uniforme, un presentimiento le recorrió la espalda. Se sacudió y se despidió del personal que hacía el relevo. Salió al exterior del edificio y aligeró la marcha. Su hija habría llegado a casa de la universidad y estaría leyendo algún libro en el sofá, mientras esperaba su regreso, pensó.

Sin embargo, le bastó ver las luces apagadas para presentir que algo marchaba mal. Sara nunca se retrasaba. Se cuidaba mucho de llegar pronto y preparar la cena para las dos.

Mientras corría hacia la casa, dejó caer el bolso en el jardín para aligerar su paso. Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada. Tuvo que retroceder y coger el bolso. Sin acertar a encontrar las llaves, lo volcó por el césped y, nerviosa, recogió el manojo de llaves.

Entró deprisa e inspeccionó todos los rincones de la casa. No había rastro de Sara.

Debía pedir ayuda. Pero, ¿a quién? El coche estaba en el taller y era inútil buscar a su hija en la oscuridad. Debía avisar a la policía, pero pensó que era un tiempo perdido. Tardarían una eternidad en llegar a su domicilio; eran unos ineptos, lo sabía bien. Sería más factible si acudía personalmente a comisaría.

Se acordó de haber visto el camión de su vecino aparcado en la puerta. José era transportista. Normalmente siempre estaba viajando. Sería su salvación. Corriendo, se dirigió a la vivienda cercana. Cuando llegó estaba exhausta. Sujetó su estómago con las manos y cogió una fuerte bocanada de aire. Acto seguido, aporreó la puerta con ganas. Parecía que no había nadie, tan siquiera la luz estaba encendida.

Cruzó la calle virando sobre ella misma, y empezó a gritar desesperada:

¡Ayuda! Que alguien me ayude, por favor.

Pese a la oscuridad, apenas había farolas en su barrio, Claudia vislumbró una figura a través de una ventana. Su vecino, al que había llamado a su puerta hace un instante, encendió la luz de una de las habitaciones de la casa y salió a socorrerla:

—Claudia, ¿qué ha pasado? Me has despertado.

—Mi hija ha desaparecido. Tienes que ayudarme, por favor.

—Estará​ con las amigas. No te preocupes, mujer.

—Imposible. Siempre está en casa cuando vuelvo de trabajar.

—¡Vamos! Te acompaño a la policía con el camión.

Llegaron en diez minutos. José pasó todos los semáforos en rojo. Por suerte, no había mucho tráfico a esa hora.

Al entrar en la comisaría, enseguida los recibió el detective Maldonado, un hombre robusto con traje arrugado. Les dijo en plan tranquilizador:

—¡Calma!, explíquenme lo que ha pasado.

Mi hija Sara ha desaparecido.

—¿Está usted segura? Puede estar con unas amigas. Quizás…, se haya retrasado.

—Imposible. Mi hija es muy responsable, jamás ha llegado tarde a casa. Sabe bien los peligros de la noche y más en el barrio Del Olvido.

—De acuerdo, le tomaré declaración. Todo detalle es importante para la investigación.

El agente sabía por experiencia que, si fuera cierta su desaparición, las cuarenta y ocho primeras horas serían cruciales. Aunque también sabía que no podrían hacer mucho hasta que amaneciera.

Al día siguiente, se congregaron varios agentes de policía y rastrearon la zona a conciencia, sin encontrar rastro de Sara. Sin desistir, durante varias semanas más, ampliaron la zona, sin resultados positivos. No había rastro de la desaparecida.

Claudia no desistía y acudía todos los días a comisaría, preguntando nuevas posibles pistas; algún detalle al que aferrarse. Sin embargo, el inspector Maldonado siempre le negaba con la cabeza y bajaba la mirada al suelo para no ver a una mujer derrotada.

El agente no sabía que decirle. Ya habían dado por imposible esclarecer el caso y dejaron de buscar por falta de pruebas. Una desaparición más sin resolver, pensaba, chasqueando con la boca.

Claudia, desesperada, cuando había pasado un mes de la desaparición de su hija, empezó a pensar:

«Si secuestraran a otra joven parecida a Sara, reabrirán el caso, seguro, y seguirían buscándola. Debo hacer algo para encontrarla. Estará muy asustada»

Por supuesto, ella nunca aceptaría la idea de su fallecimiento, jamás. Su hija estaba viva, retenida contra su voluntad en algún lugar y ella la encontraría, costase lo que costase.

Derrotada, se fue al trabajo. Haciendo guardia se despejaría, pensó. Pero no fue así. No paraba de darle vueltas a una idea: «si hubiera un nuevo secuestro, seguirían con el caso de mi hija» De repente, mientras miraba un carrito de medicamentos, un flash le vino a la cabeza: «Un bote de cloroformo la dejaría cao; Un royo de esparadrapo serviría para amordazarla; Las gasas también servirían» Tenía dos días libres en el trabajo y se los cogería hoy mismo. Tendría tiempo de programar todo. Y así lo hizo.

Sentada en el sillón de su casa, mirando el material sustraído del hospital desparramado encima de la mesita pequeña del comedor, pensaba en lo fácil que sería. La cuestión era si se atrevería. De repente, en un arrebato, se levantó y apoyó las manos en su cintura a modo de jarras. Durante unos segundos, se quedó pensativa. Luego cogió su bolso e introdujo, con rabia, todos los productos que estaban encima de la mesa. No esperaría ni un minuto más.

Cogió su coche y deambuló por las calles de los pueblos vecinos, esperando que apareciera alguna chica parecida a su hija caminando sola por algún callejón oscuro.

Pasó el tiempo y decidió volver a casa, derrotada y a la vez aliviada, sin entender su comportamiento. De pronto se percató de la presencia de una joven. Estaba parada en una esquina y hablando por el móvil. Claudia se paró despacio y descendió del coche. Esperaba apoyada en la puerta hasta que la chica dejara de hablar. Mientras, sacó el bote del bolso. Con las manos en la espalda, roció un puñado de gasas con el cloroformo, volvió a guardar el bote y aguardó. Cuando la chica terminó su charla, fue directamente hacia ella con una amplia sonrisa en la boca. Llevaba las gasas en la mano derecha y esta oculta a su espalda. Le preguntó:

—Buenas noches. Perdona pero… me he perdido. ¿Te puedo preguntar dónde estamos?

—Claro, es el barrio del Silencio.

—Muy amable. Me dirijo a…

Se acercó y, sin dudar, le tapó la boca a la joven con el trapo, cayendo fulminada contra su pecho. Tuvo tiempo de cogerla de los brazos para que no cayera a plomo al suelo.

Pesaba bastante para lo menuda que era. Claudia, la arrastró como pudo, hasta que se dio cuenta de que se le habían salido los zapatos y estaban tirados por el suelo. Intentó cogerla en brazos y montarla en el coche, pero se le escurrió y la cabeza del cuerpo inerte se golpeó con la esquina de la puerta delantera, provocando un sonido a hueco.

La colocó sentada en el asiento del copiloto y le puso el cinturón. Luego regresó a la calzada, mirando hacia todas partes para recoger los zapatos y tirarlos de mala manera al interior del vehículo,

Al llegar a casa, entró deprisa y cogió una manta. Estaba oscuro y pensó que nadie la vería. Llegó al coche y, al abrir la puerta, tapó deprisa el cuerpo. Luego desató el cinturón de seguridad con dificultad y la acarreó a su espalda, dirigiéndose hacia el interior de la casa. Solo faltaba bajar unas pocas escaleras. Empezó a sudar, el peso le doblaba el lomo, pero quedaba poco.

La instaló en el sótano, en un sofá cama viejo que no se decidía a tirar nunca. La amordazó y ató; después, respiró satisfecha. Saliendo de la estancia, cerró la puerta con llave y se derrumbó en el sillón del comedor.

Al momento se quedó dormida. Pero se desveló al escuchar unos gritos detrás de la puerta de entrada:

—¡Mamá, me he escapado! Abre la puerta, rápido.

El corazón le dio un vuelco. En un primer momento se quedó petrificada, pero en seguida reaccionó al notar cómo alguien tocaba el timbre insistentemente. Se levantó de un salto y abrió la puerta.

La primera visión que tuvo fue la de su hija. Estaba despeinada y con la cara sucia; tenía la ropa rasgada y arrugada. Sus pies descalzos presentaban arañazos. Sin duda, era de correr sin calzado por el asfalto.

—Mi niña, ¿estás bien? ¿Qué te ha pasado? Estaba muy preocupada. ¿Estás herida?

—Ahora estoy bien, mamá. He pasado mucho miedo. José, el vecino, me secuestró. He estado todo este tiempo encerrada en su sótano. Hoy, sin que se diera cuenta, he logrado salir corriendo mientras me ponía un plato de comida en una mesita. Me estará buscando. Tenemos que avisar en seguida a la policía.

—No te preocupes, lo primero que haremos es ir al hospital. Tienen que hacerte un reconocimiento. Desde allí avisaremos a la policía.

—De acuerdo. ¡Vamos!

Ni siquiera entraron en la casa. Claudia cogió el bolso deprisa, se montaron en el coche y fueron dirección al hospital. Por el camino, su hija le informaba de todo lo que había pasado, pero ella tenía en la cabeza en otra parte; la chica que había secuestrado se habría despertado de la anestesia y estaría lo mismo de asustada que Sara. ¿Qué había hecho? Se preguntaba, mirando de reojo la carita sucia de su hija.

Al llegar al hospital, ingresaron a Sara inmediatamente. Ella se excusó y dijo que debía volver a casa para recoger ropa limpia y volvería enseguida al lado de su hija.

Al salir de la habitación, se encontró de bruces con el agente Maldonado:

—Me alegro que haya aparecido su hija, Claudia.

—Sí, al fin podré descansar. Se encuentra bien. ¿Han apresado a José?

—Sí, sí. Por supuesto. Te quería prevenir que al haber sido una detención ilegal, saliendo tu hija ilesa, no le caerá mucha condena. El cabrón saldrá en unos pocos años en libertad condicional. Lo siento mucho, pero tenía que decírtelo.

—Es imposible. Debería de estar toda la vida encerrado.

Se despidió de él y marchó enfadada. Cuando llegó a casa, y tal como supuso, su huésped había despertado. No sabía qué hacer. Temía por su vida. Podría ir a la cárcel como su vecino. Ahora que había encontrado a su hija sana y salva, debía luchar por Sara. Ya no le servía de nada tener secuestrado a nadie. Con una sola burbuja de aire se desharía del problema, pensó. El cuerpo lo dejaría en un lejano descampado y jamás se sabría lo que había ocurrido.

Fue directa al botiquín y sustrajo una jeringuilla y se la metió en el bolsillo. También cogió una lata de bebida de la nevera. Muy despacio, descendió por las escaleras del sótano. Cuando abrió la puerta con la llave, la mirada de terror que le procesaba la joven la revolvió por dentro. Decidió entrar y ofrecerle el refresco. Metió su mano en el bolsillo y tanteó la jeringuilla. De inmediato la sacó.

—Lo siento, pequeña. No era mi intención hacerte daño. ¿Quieres un refresco? La joven estaba asustada e instintivamente afirmó con la cabeza. No entendía nada. «¿Se está disculpando por retenerme en contra de mi voluntad? Debe estar loca o algo parecido» pensó.

—No te preocupes, te soltaré. Soy la madre de una joven como tú. La secuestraron y, al no encontrar pistas, dejaron de buscarla. Desesperada, pensé en coger una joven parecida a ella y retenerla unos días, sin hacerle daño, por supuesto, solo para reactivar la búsqueda de mi hija. Ha conseguido escapar y… al secuestrador, lo único que le caerán son unos pocos años de cárcel. Es injusto.

Claudia intentaba hablar muy despacio, explicándole todo lo que había ocurrido mientras le quitaba la mordaza y desata sus manos y pies. Al incorporarse la joven, su vestido destapó sus hombros y parte de la espalda. La mujer se percató enseguida  de los moratones. La joven, ante la mirada atenta de su captora, se enderezó deprisa el vestido. Claudia estaba segura de que no dañó a esa chica, solo los pies descalzos mostraban algún arañazo. Se encogió de hombros y miró a la joven con ternura.

—¿Cómo te llamas, pequeña?

—Teresa.

—No te haré daño, te lo prometo. Tómate el refresco y luego te llevaré a casa. Tranquila.

Cuando salieron juntas, a Claudia ya no le importaba lo que le pasara a ella. Su hija había vuelto y se encontraba bien, era lo importante. Si la arrestaban, Sara se quedaría sola. Pero, prefería eso a que tuviera por madre a una asesina. Ahora se daba cuenta de sus disparatadas ideas. Jamás sería capaz de matar a nadie. De eso estaba segura.

—¿Ves esa casa? En ese lugar se encontraba retenida mi hija. En el sótano, tan cerca… y fue José, mi vecino, el mismo que me auxilió. Qué boba soy.

Cuando llegaron al coche, Teresa se subió en el asiento del copiloto; en esta ocasión consciente, y le indicó a la mujer dónde estaba su domicilio. Apenas hablaron durante el trayecto, solo se echaron alguna mirada de reojo. Al llegar, Claudia aparcó cerca de la casa de la chica. Antes de bajar de su asiento, Teresa le dijo a Claudia:

—No diré nada.

—¿Cómo?

—Confesaré que he sido secuestrada por el mismo hombre que retuvo a tu hija; les diré que llevaba la cara tapada y no pude reconocerlo, pero la casa sí, de esa manera le caerán más años de cárcel a ese indeseable. Vuelve con tu hija y sed felices juntas.

Claudia no entendía, desconocía la reacción de esa joven. Parecía que pretendía ayudarla en vez de condenarla. Pensó que quizá, la vida de la chica, pese a su corta edad, no fuese un jardín de rosas. Se encargaría de averiguarlo. Se lo debía.

Teresa salió del coche y, después de despedirse de su captora con una amarga sonrisa, se encaminó despacio hacia su casa. Tocó el timbre de la puerta e inmediatamente salió del interior de la casa una mujer. Se fundieron en un abrazo y desbordaron las lágrimas contenidas:

—¡Has vuelto! ¿Qué te ha pasado, mi niña? He estado muy preocupada por ti. Tu padre te ha buscado por todo el barrio. Entremos en casa.

Claudia observó de lejos la escena. Luego arrancó el coche y quitó el freno de mano. Iba a reanudar la marcha cuando unos gritos muy desagradables que salían del interior de la casa llamaron su atención:

—¡Vas a enterarte de quién soy yo, niñata! Tu madre está muy preocupada. No puedes desaparecer como si nada y marcharte de fiesta por ahí con tus amigos. No te saldrás de rositas.

Claudia negó con la cabeza en varias ocasiones y un chasquido salió de su boca. Cuando observó que la puerta se cerraba tras aquella chiquilla, puso el coche en marcha dirección al hospital. Recogería a su hija y se marcharían a casa. Todo había salido bien, después de todo.

22 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho y me mantuvo inquieta desde el primer renglón. felicidades, Merche

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  2. Enhorabuena.... Y hay más de lo que parece :P:P

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  3. Muy bueno, hay mucha intriga, aunque no entiendo los pensamientos homicidas de la mujer en algunas ocasiones... ¡Enhorabuena!

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    1. Muchas gracias, Pedro. Es mi primer secuestro, espero aprender mucho. Te agradezco el apunte.

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  4. Muy bueno, Merche. Mucha intriga. Felicidades.

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  5. Me ha encantado,Merche. Sobre todo, el final. Hay que ver lo egoísta que es el ser humano...

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  6. Muy bueno, Merche. Me ha gustado mucho.

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  7. Me ha gustado mucho. Muy original! Enhorabuena

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  8. Muy bueno, Merche. Felicidades!😉

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  9. Realmente inquietante Merche, da mucho que pensar. Muy bueno

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  10. Hola. Me tuviste en tensión. Felicidades.

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