viernes, 26 de mayo de 2017

Francesco (la leyenda) (Leticia. Grupo A)


A un anciano se le cayó la dentadura y nadie intervino para ayudarle, pues todos estaban pendientes de la alarma que no paraba de sonar.

La instancia estaba a oscuras y tuvo que ir palpando el suelo hasta lograr encontrarla. Tenía tanto miedo que le temblaban las manos. Con todo el cuidado del que fue capaz la recogió y comprobó que no se había roto ninguna pieza. Suspiró aliviado, pues si se le rompía solo podría comer líquidos. La comida escaseaba y poder llevarse a la boca algún alimento era prácticamente un privilegio; si tuviera que alimentarse solo de cosas pastosas la pesadilla sería aún mayor.

El anciano limpió la dentadura con el jersey, se la colocó y volvió a la realidad. La alarma no paraba de sonar y todos los habitantes del pueblo, a excepción de Francesco, estaban resguardados en la iglesia. Francesco había sido el último en llegar y era el más joven. Nadie sabía nada sobre él, pero poco les importaba. Él se encargaba de mantener a salvo a los nueve ancianos que quedaban en el poblado, y de buscar la comida. Las normas eran claras: al sonido de la sirena debían acudir a esconderse en la iglesia y no salir hasta que esta parara de sonar. Debían evitar que el pueblo pareciese habitado.

El tiempo se les hacía eterno cuando tenían que permanecer encerrados y sin hacer ruido. Se mantenían en silencio a la espera y con el temor en el cuerpo de lo que pudiera suceder. Cabía esperar que ellos pasaran de largo pensando que ya nadie habitaba el lugar, y rezaban para ello agradeciendo haber sobrevivido un día más.

Mientras permanecían sumidos en sus propios pensamientos un crujido los alertó. Uno de los ancianos hipó y en el resto los músculos se tensaron hasta que la voz sonó alta y clara: “Soy yo, Francesco”.

Todos se relajaron y se levantaron para avanzar en su búsqueda. Algo de claridad entró por la puerta y vieron andar al joven Francesco con el rostro y su larga melena manchados de sangre. A pesar de lo macabro del aspecto, la mirada felina de color turquesa le daba un aspecto angelical. Y eso era para ellos: un ángel que los custodiaba. Muchos años habían pasado luchando, intentando sobrevivir. A lo largo de su vida habían visto morir a sus mujeres y a sus hijos. No había futuro para ellos: la muerte les esperaba impaciente; sin embargo, un día apareció él y se ofreció a mantenerlos a salvo si le dejaban permanecer en una de las casas del pueblo, con una única condición: nunca le harían preguntas sobre su vida.

Todos los hombres estuvieron de acuerdo, eran muy mayores y conscientes de que no podrían sobrevivir mucho sin ayuda. No podían salir a buscar comida y aunque habían sido grandes luchadores, ya no eran capaces de mantener una pelea cuerpo a cuerpo. Francesco les dio seguridad desde el primer momento y con el paso de los días no tardaron en sentirlo como a un hijo. Y así fue como se unió a ellos.

Se reunieron a cenar en una de las casas. Francesco no los acompañó, estaba agotado de la lucha. Se retiró a su hogar y, gastando la mínima cantidad de agua de la que fue capaz, eliminó de su piel los restos de sangre. Cayó exhausto en la cama y en menos de un minuto se quedó dormido. Las noches de Francesco no eran tranquilas. La muerte y destrucción inundaban los sueños cada vez que cerraba los ojos. Desde niño había tenido que aprender a sobrevivir, como el resto, y a la corta edad de cuatro años ya blandía una espada en sus manos. No obstante, no se acostumbraba a ello ya que había visto morir a todos y cada uno de sus seres queridos. Y lo peor, siendo muy pequeño había visto morir a su madre. El rostro sin vida de la mujer lo acompañaba allá donde iba, y era ese instante el que lo cargaba de rabia e ira, el que le hacía sacar una fuerza casi sobrenatural de sus entrañas.

A las pocas horas de haber caído presa del sueño, la alarma lo sobresaltó. Se levantó y de un par de zancadas consiguió llegar a la puerta. Corrió hacia la ladera, mientras por el camino iba cruzándose con los habitantes que se dirigían a la iglesia.

Cuando bajaba por la ladera el olor a cadáver lo hizo despertar de golpe, pues aún estaba adormilado. No había tenido tiempo de enterrar todos los cadáveres de la tarde anterior. Abajo, los hombres que venían a saquear el pueblo se habían parado observando el horror que se mostraba ante sus ojos. El cuerpo y las cabezas de varios hombres ocupaban la llanura. Recordaron, mientras observaban el macabro escenario, la leyenda sobre el monstruo que protegía algunas aldeas. Un hombre con la fuerza de cientos que era capaz de separar la cabeza del tronco con sus propias manos.

El ruido de las pisadas de Francesco al correr les hizo elevar la vista hacia él, y vieron a un hombre que alzaba las manos mientras con cara de odio se dirigía hacia ellos. Y quiso la luz del sol, que empezaba a aparecer, que sus ojos brillasen y tornasen de color entre el azul turquesa angelical y el amarillo demoniaco. Los hombres retrocedieron unos pasos, sin dejar de observar la mano que se alzaba amenazante.

Y los hombres que habían amenazado durante décadas a los poblados más indefensos, que masacraban mujeres, niños y todo aquel hombre sin fuerzas para luchar. Que mataban y robaban sin piedad. Que generación tras generación iban enseñando el oficio de humanos superiores, de humanos sin escrúpulos; su único objetivo era criar asesinos para sobrevivir en aquel mundo decadente a costa del trabajo de otros, a costa de la gente decente que vivía en colaboración con sus vecinos. Aquellos hombres que se creían dioses, echaron a correr cuando vieron a Francesco posicionarse junto a su jefe y cómo este caía al suelo.

 Y ese día, con los cadáveres desmembrados adornando el lugar, y con el olvido de un cansado Francesco, pues las batallas nunca sucedían en tan pocas horas; ese día, la leyenda se hizo realidad, pues Francesco olvidó recoger su espada, dirigiéndose desarmado hacia varios hombres, alzando su brazo creyendo que llevaba la espada que su padre le había regalado antes de fallecer.

El cabecilla del grupo dio un paso atrás, y el joven empezó a correr hacia él blandiendo su espada; pero ellos solo veían la realidad: un hombre que les atacaba con sus propias manos. Todos huyeron corriendo, y la leyenda tomó rostro, pues los presentes aseguraron ver cómo un monstruo había separado con sus propias manos brazos y piernas del tronco de su jefe.

 

Francesco frenó en seco sin llegar a tocarlo cuando, ante sus pies, el hombre se desmayó.

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