jueves, 18 de mayo de 2017

Maldita casa maldita (Laura. Grupo A)

No quiero crecer, ¿para qué? Los mayores no disfrutan de nada; no juegan, no ríen y no saben más que hablar de trabajo, enfermedades y desgracias. Mi madre cuenta las calorías de todo lo que come y no tiene tiempo para mí; sus ratos libres los pasa en el gimnasio (no sé cuál es la finalidad, porque yo la veo igual que siempre: hermosa).

         Mi padre —cuando está en casa— se pasa el rato en el ordenador; en las redes sociales, dice. No entiendo qué es lo que le gusta tanto de eso, con lo bonito que es salir a dar un paseo en bicicleta al atardecer por la vía verde. Antes lo hacíamos, pero desde que se me considera una niña grande, me toca hacerlo a mí sola.

          No tengo miedo, pedaleo con energía hasta llegar a mi destino. Me gusta más ir acompañada, pero la soledad tiene su lado bueno. Puedo llegar hasta la casa abandonada que hay al final de la senda. Mi madre me tiene prohibido acercar siquiera, dice que da mal fario porque allí sucedieron muchas desgracias. Yo no creo en fantasmas, y me sorprende que una mujer con estudios como ella se crea semejantes patrañas.

          Me da rabia que me excluyan de sus conversaciones, de que cuando aparezco por la puerta tenga que escuchar el manido "calla, que hay ropa tendida". ¿Se creen que soy estúpida? Sé distinguir perfectamente los temas de conversación. Si mi madre está seria, es que están discutiendo por algún asunto familiar; en cambio, si tiene dibujada una sonrisa, es que estaban hablando de sexo. A mis 10 años no necesito que me cuenten qué es lo que hacen en sus "vamos a echar una siesta, no nos molestes", ni que me aclaren de dónde provienen esos gemidos a medianoche.

          Por eso, en un acto de rebeldía, hoy me dirijo a explorar esa casa. Si me ocurriera algo malo, será su responsabilidad, por preferir entablar conversación con algún seguidor, o por dedicarse a ejercitar sus piernas con la bicicleta elíptica. A veces, deseo desaparecer, porque creo que solo así me echarían de menos.

         Llego a la verja de entrada. Recuerdo que, cuando iba hasta allí con mi padre, un enorme candado oxidado la cerraba. Estoy segura de que, de no ser por eso, mi padre y yo ya hubiéramos fisgado en su interior (él es un valiente, un hombre alto y fuerte —fofisano lo llama mi madre— que no se asusta ante nada). En cambio, ahora no hay rastro de la cerradura, como si los portones estuvieran abiertos para recibirme con un cálido abrazo.

          Me bajo de la bici y la aparco contra el muro, erguida, para tenerla a mano por si tuviera que marcharme corriendo. Cojo aire, en el fondo me impresiona la majestuosidad de la mansión, y recordar la historia sobre lo que allí sucedió hace que se me erice la piel (seré tonta).

          Avanzo unos pasos, sé de sobra que la familia que allí fue asesinada no vaga como alma en pena intentando martirizar a niñas indefensas, pero no puedo evitar que mi corazón empiece a latir cada vez con más intensidad.

          La puerta de entrada está mal cerrada, como si alguien hubiera entrado o salido con prisa y la hubiese empujado sin mucho esfuerzo. Entro, despacio, temiendo hacer algún ruido que me delate a sus moradores. Sonrío y niego con la cabeza: no debo inquietarme, la casa está vacía. Me dirijo al interior, a una sala enorme de la que parte una imponente escalera que se bifurca en la mitad en dos direcciones. Sus dueños debieron ser muy ricos, una lástima que nadie hubiera querido hacerse con la casa (yo viviría allí sin dudarlo). Me imagino pasadizos secretos, armarios con doble fondo, sótanos encantados…todo un mundo de posibilidades. Un ruido proveniente de la sala a mi derecha pone mis sentidos en alerta. Mi olfato, ultra desarrollado, detecta un tufo a humo. Me acerco, a pesar de saber que lo más sensato sería salir corriendo. Pero las heroínas de mis libros nunca huyen del peligro, se enfrentan a él.

           El salón en el que me hallo está vacío, no hay ningún fantasma o asesino acechando. Observo que hay dos entradas y eso me disgusta, porque disminuyen las posibilidades de que esté sola. Intento serenar mi pulso, lo más seguro es que haya ratas, o puede que algún gato dándose un festín. Mi pituitaria me advierte del olor a leña quemada y mis ojos se centran en la chimenea. No hay duda: allí, recientemente, alguien ha intentado calentar la casa. Me debato entre satisfacer mi curiosidad y el instinto de supervivencia.



          ¡Maldita niña!, Susi se pondrá furiosa cuando se entere… Lo mejor para todos será intentar asustarla, esa casa es fuente de toda clase de historias macabras que conoce todo el pueblo. Y rápido, que necesito quitarme este calentón de encima. Ante todo, evitar que la niña suba las escaleras. Susi me espera en el piso de arriba, desnuda, con una mueca de perversión en la mirada… céntrate, Luis. Aunque pronto se enfriará, ya que he tenido que apagar la chimenea antes casi de encenderla.

           La niña está parada, no sé a qué espera. Cualquiera en su sano juicio se daría cuenta de que hay alguien más en esa casa. Debería entrar en pánico, echar a correr, no sé, incluso gritar. No, eso mejor no, que se enteraría su chica, y eso sería infinitamente peor.

Piensa, Luis, concéntrate. ¿A qué tienen miedo las niñas de …? No sé, ¿8 años? A los fantasmas, sí. Esa sería la estratagema perfecta: la cría se marcharía y nadie la creería cuando dijera lo que allí sucedió. Genial idea; a veces, me sorprendo a mí mismo.

           Recuerdo que la semana pasada tomamos champán y dejamos la botella vacía en la papelera de la cocina. Iré a por ella, si soplo al interior con maestría, produciré un sonido espectral. Creo que con eso será suficiente para acabar de una vez y poder subir a hacer lo que llevo deseando desde hace días.

           Intento no hacer ruido. La suerte es que, en esa casa, todas las habitaciones se comunican entre sí cerrando un círculo que empieza en las escaleras. Me daré prisa y soplaré, como el lobo de los tres cerditos…



          Otro ruido, esta vez tras la otra puerta del salón. Mi imaginación representa un monstruo semitransparente de ojos rojos acechando, pero mi sentido común me dice que será algún roedor correteando. Tengo suerte, no me dan miedo, no como a las otras niñas de mi clase, que con solo oír la palabra "ratón" suben sus pies a la silla. Ventajas de vivir en una casa a las afueras en pleno contacto con la naturaleza. De las pocas, a decir verdad, porque estoy lejos de todas mis amistades. Hay alguna vecina de mi edad, sí, pero no nos llevamos bien. Son demasiado remilgadas, con sus vestiditos pijos y sus zapatitos de charol. No pueden hacer las cosas que a mí me gustan, Dios no quiera que se manchen sus chaquetitas nuevas de cachemir…

          Paso de seguir los pasos de la rata, mejor subo a echar un vistazo en las habitaciones de arriba. Seguro que una de ellas tiene una gran cama con dosel rosa. Y también es posible que encuentre algún juguete de las niñas que vivían allí. Sí, doy media vuelta y me dirijo a las escaleras pero, antes de subir, oigo un ruido, como si el viento se hubiese adentrado en la casa y estuviera gritándome: "cuidado, no subas". Sonrío, no me voy a dejar amedrentar por el soplido del aire a través de alguna ventana abierta. Al pisar el primer peldaño, la madera cruje y me paro. "Seré estúpida", pienso, puedo hacer todo el escándalo que quiera, si hay alguien más allí, es muy posible que piense que yo soy un fantasma.



        "Joder, mierda, mierda y más mierda, esa niña es estúpida", pienso dejando la botella a un lado. ¿A qué mocosa no le daría miedo estar en esa casa sucia y destartalada? Claro, ese barrio es para la gente bien, personas que se creen que tienen todo el derecho de hacer lo que deseen, el mundo es suyo, y así se lo inculcan a sus hijos. "Malditos ricos". Por suerte la niña tuerce a la izquierda, será mejor que suba por la parte de atrás para avisar a Susi, así podremos marcharnos antes de que esa niña nos vea.

           Me doy prisa y subo por la escalera metálica de caracol que hay en la parte de afuera y que comunica con la terraza y la habitación matrimonial. Entro intentando hacer el menor ruido.

     —Mi amor, ¿dónde te habías metido? –me dice Susi sobre la cama (cual maja desnuda) y mi cuerpo, como siempre, reacciona a ese espectáculo visual.

         Me llevo los dedos a la boca, en un intento de que baje la voz.

     —Hay una niña. Debemos irnos antes de que nos descubra.

     —¿Qué dices? No es posible, por aquí nunca viene nadie…

     —Vale, puede que fuera el fantasma de una de las niñas asesinadas… Venga, vístete –ironizo tendiéndole la ropa muy a mi pesar.

      —Espera, ¿y si ha visto el coche? –pregunta Susi al tiempo que se abrocha la blusa de seda.

      —No creo, está muy escondido. Venga, date prisa. –Me acerco a mirar a través de la rendija de la puerta, vigilante, pero no hay rastro de la niña por el momento.

     —Mira que si lo ha reconocido y le dice algo a mi marido, será mi perdición. Se divorciará, y no quiero renunciar a la vida que llevo, ¿me oyes? –Susi, furiosa, alza un poco la voz y me acerco a ella gesticulando para que se calme.

     —Confiemos en que no lo haya visto…

     —¿Confiemos? A mí eso no me vale.

     —¿Y qué quieres que haga, Susi? ¿Matarla? –respondo sarcástico. A veces, sus caprichos de niña mimada me sacan de quicio.

      —Podría parecer un accidente…

      —¡Estás loca!

      —No puedo arriesgarme. Si es del barrio y ha visto el coche…

     —No voy a matar a nadie –interrumpo nervioso y maldiciéndome por haberme mezclado con semejante mujer. ¿Por qué? A mí siempre me han sobrado las féminas, ¿qué es lo que me da ella que me resulta tan atrayente?

     —Está bien, si no tienes lo que hay que tener, lo haré yo.

     —A ver, seamos inteligentes. Supongamos que la matamos. ¿Qué harás después? La buscarán, y aquí hay muchas huellas nuestras…

     —Nunca nos relacionarán. Limpiaremos…y ella puede caerse "accidentalmente" por una ventana. Nadie sospechará de un asesinato.

       Abro la boca de puro asombro. No está ni medio alterada, ¡su mente ya ha maquinado la coartada perfecta! Me pregunto hasta dónde es capaz de llegar, si el día en que se canse de mí también decidirá quitarme de en medio…

     —No cuentes conmigo –digo dirigiéndome a la terraza. Me voy, no pienso ser testigo de un crimen.

       Tendré que caminar un rato hasta la parada del autobús, pero no me importa. Ahora mismo sería capaz de andar una milla con tal de alejarme de allí.

Nunca más volveré a ser el amante de una mujer como ella, por muchas locuras que me haga en la cama…



        La habitación de las niñas parece salida de un sueño. Con sus camitas de dosel blanco, su casa de muñecas en miniatura y una ventana con vistas al bosque; es perfecta para pasar allí mis tardes, lo tengo decidido. Miro más detenidamente tras el cristal. Afuera veo un coche rojo y eso me asusta porque confirma mis sospechas. Mis sentidos se agudizan y la piel de mi brazo se parece a la de una gallina. Seguiré explorando; los fantasmas no tienen coche, y los asesinos buscan hogares con gente, no vacíos. Descubriré a los nuevos inquilinos. Tal vez podamos hacernos amigos…



       Esperaré a la dichosa niña bajo la cama. ¿Es que sus madres no les advertían los peligros de alejarse solas de sus casas? Maldita sean todas ellas, que no educan a sus engendros, que no los cuidan. Ahora tendría que cargar con esa culpa, le pesaría el resto de sus días. Pero no podía arriesgarse. No quería perder su estatus social, acudir al club de golf los sábados y presumir de sus vestidos Ralph Laurent delante de la jet set; renunciar a su esteticista, su personal shopper, sus viajes de lujo…ni loca. De pequeña había vivido en un pisito de mala muerte comiendo arroz la mayoría de los días. No volvería a eso. Era rica, pero su marido le había exigido firmar la separación de bienes, después de todo no era tan estúpido como había pensado en un principio.

       Y ya podía Luis olvidarse de ella… Será cobarde. La niña esa está fisgando toda la casa, tarde o temprano verá el coche, y no es un auto cualquiera. ¿Cómo pensaba él escapar sin ser vistos? Imposible.

      Se acerca, siento sus pasos. Entra en la habitación despacio, la muy tonta no tiene prisa, ni miedo. No puedo verla, los ropajes de la cama cuelgan hasta el suelo, apenas veo la suela de un zapato; lo justo para saber el momento exacto en el que se dirige a la pequeña terraza. En cuanto salga, saldré y la arrojaré al vacío.



¡Qué bonito balcón! Me asomo para ver con amplitud el maravilloso paisaje. Allí, podría imaginarme que estoy cautiva en una torre y que un valiente caballero viene a salvarme con su negro corcel.        Parece tener más altura que un primer piso, tal vez el suelo esté en desnivel en esa zona.

     Siento una presencia a mi espalda cuyo olor me es familiar. Me giro y me sorprendo al descubrir a mi madre, vestida con solo unas braguitas y una camisa.

    —Nerea. –Ella pronuncia mi nombre con los ojos desencajados. Está enojada, pero también puedo ver un brillo de temor, como cuando mi padre descubre en la cuenta del banco un gasto desorbitado.

Da un paso para atrás, se rasca la frente y mira hacia abajo, pensativa, y me asusta que no me riña por desobedecerla. Sus silencios son peores que sus palabras, es como cuando el cielo se pone negro antes de una terrible tormenta. Eso es ahora mi madre…

      No entiendo qué hace allí, semidesnuda, en una casa maldita, según ella. Mi cabeza intenta buscar una explicación, pero mi corazón me niega escucharla.

De repente, me mira, muy seria, con los ojos húmedos y susurra un "lo siento". Me apretujo contra la balaustrada, no me gusta esa disculpa. Me intenta empujar hacia atrás, pero yo me resisto. Empiezo a entender sus intenciones; y no puedo comprender que mi propia madre quiera hacerme daño. La agarro con fuerza del cuello y ella forcejea para desprender mis manos. No ceja en su empeño y se dobla contra la barandilla, haciendo que estemos las dos con medio cuerpo a punto de caer. Está consiguiendo desasirse de mi abrazo, y noto que mi cuerpo cede al abismo. Pero, antes de caer, cierro mis manos sobre sus muñecas en un intento de salvación. En cambio, lo que consigo es que esa mujer, a la que ya no puedo llamar madre, caiga conmigo.

      En ese lapso de tiempo, que pasa para mí a cámara lenta, noto que mi madre y yo nos soltamos. Caigo con los pies por delante; ella de cabeza.

      No estoy muerta. Me duele todo el cuerpo pero estoy viva. Floto entre la mullida maleza y pienso que, después de todo, esa maldita casa sí está maldita.

15 comentarios:

  1. Como siempre genial, amiga. Buen relato que te atrapa hasta el final. Enhorabuena 🙌😘

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  2. De esos relatos e historias que tanto me gustan. Felicidades, compi

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  3. interesante, muy bien escrito. engancha de principio a fin. felicidades

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  4. Sensacional, Laura. Me ha atrapado desde el principio. Me ha encantado. Enhorabuena.

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  5. Felicidades! Siempre historias tan originales

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  6. Bien llevado hacia ese sorpresivo giro final.

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  7. Felicidades Laura! Soy fan tuya, me ha encantado

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  8. Muchas gracias por vuestros comentarios, compañeros!

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  9. Muy bueno, Laura, te lo comenté. Ahora ya tienes categoría de mi primera niña maléfica. Un beso.

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  10. Hola. Que original y curioso relato. Me ha gustado mucho. Besos.

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  11. Ufff pendiente del relato hasta el final. Felicidades, Laur

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  12. ¡Muy bien, Laura! Engancha de principio a fin. ¡Enhorabuena!

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