miércoles, 24 de mayo de 2017

Esa mujer (Pedro. Grupo C)


La mujer del traje de cuero dejó el bolso en la estación.

Lo colocó con sumo cuidado en un banco y, distraída, se alejó con tranquilidad, como si no estuviera haciendo nada malo, como quien coloca un libro en una estantería. El bolso estaba en su sitio exacto y ella lo sabía. Con una elegancia nunca vista, echó a andar sin llamar la atención.

Me quedé observándola, dejando que me tapara una columna. Cada movimiento parecía hecho con una belleza que no era propia de una persona humana. Un ángel vestido de cuero. Así la llamaba yo.

Cuando salió de mi vista, no perdí un segundo en acercarme a ese banco, mirando a todos lados como un paranoico. Abrí la cremallera y me sentí aliviado con el contenido. Era el esperado. Sin embargo…

Sin embargo, había algo que no encajaba. Un endemoniado impulso me llevó a coger el bolso y correr detrás de la mujer antes de que saliera de la estación. Conseguí alcanzarla justo en el momento en el que cruzó la puerta.

No está todo ―le dije con sequedad.

Ella me miró con una mezcla de ternura, propia de una madre, y de incredulidad. No se creía que me hubiera atrevido a acecharla de ese modo en un lugar tan abarrotado. No se alteró. Me mantuvo esa mirada cálida y dejó que las palabras salieran con naturalidad.

―Todo tiene su razón de ser y tú no has cumplido el trato por completo.

Era cierto, pero, ¿cómo podía saberlo?

―Toma el dinero ―me incitó―. Coge el próximo tren. Desaparece. ―Se dio la vuelta y fue ella la que borró su presencia sin dejar rastro.

Me vi ante un tren que avisaba de su partida. No llegué a entrar en él a pesar de tener mi billete comprado. No pude. Sentía que me dejaba cosas sin resolver. Todo por aquella mujer.

Pensándolo bien me sentí hasta culpable por lo que había hecho, pero ya era demasiado tarde. Volví y me senté en el mismo banco donde había recogido el bolso con el dinero. Mi vista se nubló hasta que, sin querer, me retrocedió hacia algunos recuerdos de mi pasado.

―¿Puedes hacer el favor de ser un poquitín más ordenado? ―comentó una voz femenina, haciendo hincapié en la palabra “poquitín”.

Mi hermana mayor, Carolina. Tras el divorcio de mis padres fue ella la que prácticamente cuidó de mí. Una vez en la universidad, accedimos a vivir juntos, lejos de nuestros padres. Era el paso lógico. A decir verdad, cualquier cosa era mejor que seguir viviendo con alguno de ellos.

Sin embargo, mi hermana no era todo lo comprensiva que se podría esperar de una hermana mayor. Era muy mandona y engreída. El hecho de que fuera más inteligente que yo le daba el poder de mirarme por encima del hombro, y eso lo odiaba. Por si fuera poco, mis amigos siempre habían remarcado lo atractiva que era con palabras zafias e hirientes para mí. Yo no lo veía así, pero tampoco podía negar la belleza que desprendía su cabello castaño y liso cayendo sobre su escultural cuerpo. Eso le daba aún más razones para creerse mejor que yo en todos los aspectos.

―¡¿Cómo que has vuelto a suspender?! ―me gritaba, en una de nuestras discusiones típicas.

―¡Tenías que haberlo visto, Carol! He estudiado día y noche, me he centrado sólo en este examen y, aun así, no he conseguido ni llegar al aprobado. Todo por culpa del profesor que…

―¡Sí, claro! ―me interrumpió―. ¡Qué fácil es echarle la culpa de tus males a otro! ¡Admite de una vez que es culpa tuya! No te centras y no ves lo importante que es esto para tu futuro.

―¿Mi futuro? ―repetí―. ¡Como si te importara algo!

Carolina cerró los puños y soltó todo lo que le vino a la cabeza.

―Eres un egoísta. No ves cómo papá y mamá se desviven por ti o cómo me desvivo yo. No eres consciente de que queremos lo mejor para ti. ―Tomó aire para serenarse. Sus dientes se apretaron y absorbió toda la rabia del planeta Tierra―. Eres un inútil. Ojalá valieras para algo y supieras ver todo lo bueno que hacemos para que tú llegues y sigas suspendiendo.

―Mira, si no me quieres aquí, cojo la puerta y me voy.

―¡Pues ya te estás largando! ¿Qué harías sin mí?

―Pues…  ―Se me iba la fuerza por la boca. Lo cierto es que dependía más de Carolina de lo que nunca hubiera llegado a admitir.

―¿Ves? No tienes lo que hay que tener. ―Echó un largo suspiro―. Anda, haz la cena. Ya hablaremos más tarde.

Carolina tenía un trabajo estupendo y bien pagado en un banco internacional, como directora financiera. Eso hacía que nos pudiéramos sostener económicamente sin la ayuda de nuestros padres. Sin embargo, me veía muy presionado en todos los aspectos de mi vida. Accedí a estudiar una carrera en la universidad que no me motivaba en absoluto: Economía, claro. Influenciado por mi hermana, no vi otra salida que seguir sus pasos.

Así que mi vida se tornó en un bucle de suspensos, discusiones, gritos y disgustos por una o por otra parte. Ese ciclo que parecía sin fin cambió al conocer a la mujer. La mujer con el traje de cuero.

No llevaba esa vestimenta cuando la vi por primera vez aquella noche. Su edad rozaría la treintena. Su pelo era largo y negro, confundiéndose con la oscuridad. Los labios carnosos escondían una sonrisa que aparecía de manera no muy frecuente. Sus gestos eran tranquilos y pausados. Estaba sola en aquel bar. Lo que más me impactó fue su mirada. Una vez entré allí con mis amigos y nos quedamos de pie en la barra, me enganchó con ella y no me soltó. Me sentí atrapado, pero de una forma agradable. No es fácil de explicar. Es como un insecto que se queda embelesado por una planta carnívora porque parece una flor.

―Hola.

Me había separado de mis colegas para ir al aseo. Lo que no me esperaba es encontrarme a esa mujer de frente al salir, mientras ella entraba en el de señoras. Me saludó, acompañando una palabra con lo que me pareció una media sonrisa.

Reparé en su vestido azul marino y corto, que enseñaba sus piernas perfectas con orgullo.

―Eh… Esto…

No esperó a que terminara de pronunciar mi absurdo “hola” y cerró la puerta tras de sí.

Entonces, mis amigos propusieron cambiar de bar, a lo que me negué con rotundidad. Ellos querían saber mis motivos y yo alegué que estaba cansado y que me iba a ir ya a casa. Aceptaron mi mentira y no me insistieron. Me despedí de ellos y volví a tomarme la última copa.

Si tuviera que ser sincero, no sé por qué me quedé allí solo. Quería, de alguna manera, reunir el valor suficiente para acercarme a la mesa de aquella misteriosa mujer. Era mucho mayor que yo y no había ninguna oportunidad. Tal vez tuviera marido o pareja, e incluso hijos. Y aun así, me imaginé mil situaciones en las que acabábamos besándonos bajo la luz tenue del local.

―Hola de nuevo. ―Se sentó a mi lado en la barra con una naturalidad pasmosa―. ¿Cómo te llamas?

Su mirada no hacía más que secarme la boca. Con mucho esfuerzo pronuncié mi nombre:

―Raúl.

―Tranquilo, Raúl. Te he estado mirando toda la noche porque me has parecido un chico interesante desde el momento en el que has entrado, y quería conocerte mejor.

Con uno de esos gestos atenuados pidió una copa que el camarero le sirvió casi al instante. Bebió un sorbo con elegancia y se presentó:

―Soy Sara.

Su fachada seria no hacía honor al sentido del humor tan curioso que tenía. No sé si fue por el alcohol, pero me hizo reír mucho y me sentí muy cómodo estando a su lado. Charlamos largo rato hasta que, no sé ni cómo ni por qué, me vi enzarzado entre besos muy similares a los de mis fantasías.

―Vivo aquí cerca… ¿Vienes?

A pesar de mi pronta afirmación, reconozco que lo primero en lo que pensé fue en que mi hermana me echaría la bronca al día siguiente por llegar de madrugada sin avisar siquiera. Esa noche Sara me enseñó la belleza de dos cuerpos que no dejan que los centímetros los separen. Aquella mujer mayor que yo me dio lecciones de la importancia de despreocuparse de lo que nos rodea y sólo centrarse en hacer retroceder el tiempo con besos y caricias. No se quedó en una noche. Seguimos viéndonos a menudo.

No le conté a mi hermana nada de lo ocurrido, pues sabía que no lo aprobaría ―como nada de lo que yo solía hacer―, y eso me provocó muchas más disputas que de costumbre, ya que me habitué a desaparecer y dar excusas burdas que no se sostenían. Pero mis males se pasaban cuando Sara me recibía alguna vez que otra en ese traje de cuero que la hacía tan sensual. A ella le encantaba y a mí también.

No nos limitamos sólo al sexo. También empecé a confiar en ella y le conté la situación con Carolina.

―Siempre me está diciendo lo que debo hacer ―me quejé―, cómo he de vivir mi vida. No le importa en absoluto lo que siento al estudiar algo que no me aporta nada como persona.

Sara callaba cuando me ponía a renegar de esa manera. Tras un breve silencio, emitía su veredicto:

―Bueno, pero a pesar de todo es tu hermana y la quieres, ¿no?

―Ya no lo tengo tan claro. Creo que me mantiene en su casa por compromiso y para poder darse esos asquerosos aires de superioridad. Lo cierto es que… ¡La odio! ―Me tapé la boca con las manos. Había dicho en voz alta lo que llevaba tanto tiempo atrapado en mi mente.

Sara no me juzgó. Su boca formó esa media sonrisa misteriosa que a la vez parecía estar llena de ternura. Para mi sorpresa, me comprendió. Una vez sabiendo que estaba en un ambiente en el que podía contar cualquier cosa, me desahogué.

Le conté todas las bromas pesadas y absurdas que me hacía cuando éramos más pequeños y todos los momentos en los que se aprovechaba de mí por ser menos inteligente y más ingenuo. Hablé de cómo atravesamos el divorcio, de su manera estricta de exigirme que no llorara y que me comportara como se comportan los hombres. No cerré el pico durante horas, pasando por cuando no paraba de rebajar mi autoestima para su diversión y que sus recientes ascensos en su empleo, habían hecho una peor persona de ella, si cabe.

―No sé si debería decirte esto ―mencionó Sara, una vez terminé mi monólogo.

Era algo que no se podía decir a la ligera, evidentemente. Sin embargo, la apremié a que me lo comentara. Yo había sido sincero con ella y era lo justo.

―Conozco a un grupo de personas. Se encargan de hacer desaparecer a personas que son malas por naturaleza.

Me horroricé.

―¿Las matan?

Negó con la cabeza.

―Al contrario, las trasladan a otras zonas donde puedan ser más positivas para todos, donde no puedan dañar a ningún ser humano. Por lo que me dices, tu hermana pertenece a ese tipo.

Un silencio incómodo se produjo. Me limité a intentar asimilar lo que me explicaba.

―Carolina te está tratando como a basura. Te hace maltrato psicológico, aunque no te des cuenta. Dime una palabra, dime que adelante e iniciaré los procesos que hagan falta. Además, te pagarán una buena cantidad por ello si cumples con las indicaciones que te proporcionen. ―Se sentó a mi lado, me besó con dulzura en los labios y me acarició la pierna―. Es mucha información. Piénsatelo y me dices algo.

Decidí que sólo había una única forma de salir de dudas. Le conté a mi hermana lo mío con Sara.

―¿Estás loco, Raúl? ¿Una mujer tan mayor y que conociste en un bar? ¡Es evidente que se está aprovechando de ti!

―¡No lo creo! ―respondí―. Confiamos mucho el uno en el otro. Es especial.

Carolina rio con sarcasmo.

―Desde luego eres un ingenuo. ¡Te prohíbo que veas a esa mujer! ¡Es por tu bien!

―¡De eso nada! ―alcé la voz―. ¡No puedes prohibírmelo! ¡No eres mi madre! ¡No eres nada parecido por mucho que lo intentes! ¡No eres nada para mí! Eres una…

Antes de pronunciar la palabra que nos dividiría para siempre, un guantazo cayó sobre mi mejilla izquierda, añadiéndole un tono rojo fuego. No lo vi venir. De niños, alguna vez había alzado la mano sobre mí, pero eran cosas de críos.

Lo peor fue que no se quedó sólo en la torta que me dio.

―Eres un pervertido ―me insultó―. Fuiste la causa por la que se divorciaron papá y mamá. Fuiste el error que somete la vida de todos nosotros. Eres un malnacido. Quiero que te vayas de aquí y que no vuelvas jamás. ¡Búscate otra hermana que te mantenga!

No me atreví a decir nada más y me marché. Le comenté a Sara que adelante con todo. No me merecía tener a alguien así que me despreciara.

―Toma ―La mujer vestida con el traje de cuero me tendió una pastillita―. Haz que tu hermana se tome esto. Es un somnífero. Dáselo y vete a esperar a la estación de tren. Mañana te dejaré el dinero en un banco. Compra un billete y desaparece de la ciudad con tu dinero.

Acordé hacerlo todo tal y como me lo pidieron. No quería abusar de la hospitalidad de Sara, así que me paseé por fuera. Al rato de vagar por las calles sin nada, Carolina me llamó y me pidió, arrepentida, que volviera a casa. Accedí, con la pastilla en la mano. Entre lágrimas, me abrazó y se disculpó repetidas veces. No pude darle el somnífero. Ahora yo también estaba arrepentido de muchas cosas que ya era tarde para anular.

Mochila al hombro, me dirigí a pasar lo poco que quedaba de noche en la estación.

 

 

 

 

Recuperé la vista. No me había movido del dichoso banco. Tenía el bolso con el efectivo y mi hermana había desaparecido. Era consciente. Tenía que enmendar mi error y recuperar a Carolina. Fui a casa de Sara.

―¿Qué haces aquí? Ya tienes lo que querías. Ahora tienes que irte.

―No. ―Tiré el bolso. Los billetes se esparcieron por el suelo―. Devuélveme a mi hermana.

―Es demasiado tarde. Ya se la han llevado. No hay nada que se pueda hacer. Además, el plan ha salido a pedir de boca.

―¿Plan?

―Desde luego que eres muy ingenuo, Raúl. ¿Crees que me acostaría contigo porque sí? Yo dirijo esa organización que “hace desaparecer a la gente que hace daño”. Y es así, en parte.

―¿Me has mentido?

―No exactamente. Llevábamos siguiendo a tu hermana desde hacía bastante tiempo. Ha conseguido escalar puestos en el banco debido a su facilidad para arruinar la vida de las personas honestas y a su voluntad por la corrupción.

»Queríamos que dejara de hacerlo. Tenía un proyecto en el que quería desahuciar a una comunidad entera de vecinos por sus impagos. No podíamos permitirlo. Nuestros métodos pueden parecer algo bruscos, pero son necesarios para que no prevalezca la maldad en el mundo. Tú me has acercado a ella e, incluso, me has dado consentimiento para llevar a cabo el proceso. Ahora tú estás metido igual que nosotros.

Enmudecí. ¿Carolina tenía razón? ¿Se había aprovechado de mí?

―Te he dado tu oportunidad para que te marcharas de la ciudad. Ahora sabes demasiado y tendrás que trabajar para mí. Dominaré tu voluntad y harás todo lo que yo te diga. Si lo haces todo bien, dejaré que veas a tu hermana. Pero tienes que portarte bien. Prométemelo, Raúl.

Su mirada me volvió a atrapar. Como una de esas moscas que van a la luz que les electrocuta una y otra vez.

―Te lo prometo.

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