martes, 6 de diciembre de 2016

"¿Adónde voy de vacaciones?" Sandra Estévez

     



El día amaneció espléndido, radiante. El sol brillaba, anunciando otro día de calor. Elisabeth había pedido en el hotel que la despertasen a las nueve de la mañana. Después de la ducha bajó al salón donde servían los desayunos. Desde la puerta observó a la demás gente; era una costumbre que había adquirido al estudiar psicología. Cada vez que tenía un desconocido frente a ella, lo evaluaba y analizaba de manera sutil.

      Matrimonios, parejas de novios y varios grupos de amigos disfrutaban del bufet libre que ofrecía el hotel. Se veín felices y contentos. Decidió alejarse del escándalo que todos ellos hacían y se sentó en la mesa situada al fondo del local, preparado para acoger a más de 130 personas.

      Para desayunar, había gran variedad de productos: bollería, embutidos frescos, yogures, fruta, paté, cereales, galletas, pan para tostar y también productos calientes como beicon, chorizo y huevos. Por supuesto, no podía faltar la máquina de café, zumo natural de naranja, agua fría y caliente para hacer infusiones, y también leche de varios tipos. Ella se decantó por café solo. Preparó dos tostadas con aceite de oliva virgen, un buen trozo de sandía y un vaso de zumo. Mientras desayunaba, un camarero se acercó a ella con una hoja y un bolígrafo en la mano, y le preguntó el número de su habitación. Tan pronto finalizó, subió de nuevo a su habitación para lavarse los dientes, recoger el bolso y los mapas que le habían facilitado el día anterior en recepción. Antes de irse, se miró por quinta vez en el espejo. Tenía esa costumbre y, fuese a dónde fuese, debía comprobar que iba bien arreglada. Pasó varias veces las manos por la suave tela del vestido que había elegido, para estirar las arrugas que se le habían formado al sentarse en el comedor. Algo que no tenía demasiada importancia para cualquier persona normal que estuviese de vacaciones; pero ella, como siempre se decía, no era normal, no era igual a las demás. Buscó en el armario y encontró una pamela de ala doblada en color fucsia, igual que el vestido. Antes de salir revisó el teléfono: ni una llamada, ni un mensaje. Se puso furiosa. ¡Esos qué se creen!, pensó tras cerrar la puerta con desaire. ¡Se van a enterar! No tenía pensado coger el teléfono hasta el día antes de regresar al trabajo. Ellos lo habían querido así.

      Bajó en el ascensor hasta recepción. Se notaba que era época estival por la gran cantidad de maletas, turistas y botones, moviéndose de un lado para el otro.

      Como ya había avisado de que iba a salir con el coche, un chico, cuya edad rondaría los diecinueve años, la esperaba en la entrada del hotel. Le entregó las llaves y le deseó un feliz día. Eli se lo quedó mirando.

-Eso espero –respondió.

      Introdujo la llave en el contacto, no sin antes indicarle al GPS las coordenadas exactas para llegar a su destino. Había cogido la primera salida que el catamarán hacía por la tarde, por si no llegaba a la hora marcada o se perdía. Así tendría tiempo para comer en algún restaurante.


                                                                            *****


El viaje se le hacía eterno. Cada vez que paraba para ojear el dispositivo, comprobaba que los kilómetros se hacían perpetuos, como si no adelantase nada; claro que las carreteras eran secundarias, con muchas curvas, y la velocidad, en algunos tramos, estaba limitada a cuarenta.

             -¡Este trasto tiene que estar mal! –gritó, desesperada. 

      El artilugio decía que debía coger a la izquierda en la siguiente intersección, pero lo curioso era que no había ninguna bifurcación a la vista.

             -¡Quién me mandaría venir a este sitio en el culo del mundo! –refunfuñó.

      Apagó el aparato y volvió a encenderlo. Seguro que él también se había perdido y no le quitaba razón; pero, tras unos segundos pensando, seguía insistiendo en que tomara una salida que no existía.

             -¡A la mierda el GPS! Avanzaré unos cuantos kilómetros en esta dirección y, en caso de no encontrar el maldito embarcadero, llamaré por teléfono para que alguien venga a rescatarme. ¡Menuda gilipollas que soy! –dijo en voz alta.

      Diez minutos más tarde se encontró con dos coches parados en un mirador. Bajó del vehículo y se acercó a preguntar. Ellos también tenían el mismo destino, pero le comentaron que debía seguir unos cuantos kilómetros más, y ya encontraría un cartel que avisaba de que el embarcadero estaba a la izquierda. Regresó al automóvil y comprobó que el dispositivo indicaba lo mismo que le habían dichos aquellas personas.

             -¡A buenas horas te acuerdas!

      A medida que se iba acercando a la zona, la afluencia de coches era mayor. No había duda de que estaba en el lugar correcto. Aparcó en una entrada que había al fondo y se dirigió a pie hacia el pequeño muelle. Comprobó en el móvil que no había ni una sola raya de cobertura. Esperaba encontrar un dique con muchos barcos, tanto de recreo como de pesca; pero lo que descubrió fue un pequeño embarcadero, en cuyo exterior había una cafetería en la que servían bebidas y bocadillos, y un punto de información y venta de billetes para los rezagados. Allí, la chica que estaba tras el mostrador, le dijo que todo estaba en orden y que debía presentarse un cuarto de hora antes del fijado en la reserva.

             -¿Me podría indicar si por aquí hay algún restaurante para almorzar? –preguntó a la amable joven.

             -Siento decirle que este lugar está muy apartado de las zonas habitadas -cogió un mapa que tenía sobre una mesa lateral, y le indicó la zona donde estaban situados en aquel preciso momento, y dónde estaban los restaurantes más próximos.

      ¡Ni de coña llego ahí!, pensó.

             -Otra opción que tiene es almorzar algo en la cafetería del muelle.

      Viendo que no le quedaba otra salida, se acercó al bar y buscó una mesa libre. Sobre la misma había un panfleto con diversos platos combinados, bocadillos, perritos calientes y hamburguesas. Ella, acostumbrada a comer en los mejores restaurantes, disfrutando siempre de una atención exquisita y degustar los mejores platos, en aquel momento iba a comer en un bar de poca monta, con servilletas de papel y tickets por el suelo, mesas y sillas raídas por el uso; una camarera vestida con ropa de calle, un pequeño cuadernillo de notas en una mano y una bayeta en la otra.

             -Buenas. ¿Qué desea tomar?

             -Ahora mismo me tomaría Muesli de foie gras, unas vieiras salteadas y de postre bomba helada con salsa de frambuesa. ¿Tenéis algo de eso aquí? –comentó, observando el local con cierta aversión.

             -Lo siento, pero no. En la carta aparece todo lo que servimos. Esto no es un restaurante sino una simple cafetería que sirve comidas rápidas.

             -Ok. Tomaré un bocadillo de pechuga con lechuga, tomate y sin cebolla, que después me apesta el aliento –tomó unos segundos para pensar la bebida–, y agua sin gas. Tráigame una botella grande, por favor.

      La joven lo anotó en la libretita y se acercó a la mesa que estaba al lado; así mataba dos pájaros de un tiro.

             -¡Y que sea lo antes posible! –instó, moviendo la cabeza lateralmente. Acostumbrada a la atención personalizada, odiaba ese tipo de detalles.

      Volvió a ver el móvil. Ni una sola raya de cobertura.

      Después de almorzar, salió a la terraza para tomar el café. Se sentó en una de las pocas mesas que había vacías y cerró los ojos para relajarse. Iba a disfrutar de ochenta y cinco minutos lejos del bullicio al que estaba acostumbrada; al abrirlos, descubrió ante ella un tesoro paisajista. Nada más y nada menos que el patrimonio sacro, el espectacular cañón. El cielo estaba azul, no había ni una sola nube que lo enturbiara. Ensimismada en las maravillosas vistas que tenía frente a ella, no se dio cuenta que empezaban a llamar por nombre, a los que tenían hecha la reserva por internet. Se acercó allí y esperó a que la mencionasen. En el instante en que escuchó su nombre, sintió que el móvil comenzaba a vibrar. Todos se dirigían hacia el catamarán a través de la pasarela de madera. Eli, buscó el móvil en el bolso y, mientras contestaba, los siguió.

             -Diga, ¿quién es?

      No se escuchaba a nadie al otro lado. Ella insistió pero no había manera. Justo al lado de la embarcación, estaba un hombre con gafas de sol que miraba hacia el río, ignorando por completo a todos los que entraban. Se trataba de Francesco, la persona encargada de tripular el barco por las tranquilas aguas del Sil.

             -Si pretende lanzarse al agua, le aconsejo que no lo haga, o al menos tal como va. Todavía está muy fría y hay truchas que, con mucho gusto, probarían sus carnes –argumentó, con cierta seriedad y sin mirarla a los ojos.

             -¿Disculpe? –preguntó, todavía con el móvil en la mano y el brazo subido por encima de su cabeza.

             -Por más que lo intente le informo de que aquí no hay cobertura. Debería haberse informado antes de venir –explicó. Su rostro no mostraba ninguna emoción. Seguía con la mirada clavaba en las mansas aguas.

      Miró una vez más la pantalla del teléfono. Lo puso al oído pero no había señal.

             -Gracias por la información, pero ya me había dado cuenta antes –comentó, guardando el móvil en el bolso. Él se limitó a menear la cabeza.

      Aunque las aguas eran serenas, la embarcación se movía ligeramente. Echó un vistazo hacia el hombre que tenía a menos de dos metros de ella por si se ofrecía a ayudarla. Francesco no se inmutó.

             -¡Oh, gracias por la ayuda, gentil caballero! –insinuó.

             -De nada –masculló.

      Eli estaba furiosa. Encima de que no había podido responder a la única llamada que había recibido desde que se había ido, se encontraba con un tío la mar de grosero. Después su madre quería que se casara y formara una familia. Con los hombres que había ahora, era imposible formalizar una relación.

      El catamarán estaba casi lleno. Apenas quedaban asientos libres en el interior, solo delante de todo, justo detrás del puesto de mando.

             -Lo que me faltaba. Tener delante la espalda musculosa de este basto –dijo para sí misma, aunque, fijándose bien, su lomo era ancho y estaba musculoso, al igual que los brazos. 

      Cuatro minutos más tarde entró la guía y el que dirigía el timón, y, en otros tantos, la embarcación zarpó, adentrándose con lentitud en la garganta del cañón. Aquello era de una belleza incalculable. La orientadora explicó, por megafonía, el significado de Ribeira Sacra. “Ribera sagrada”, por el gran número de monasterios de la zona. Estos vivieron su apogeo espiritual y religioso durante los siglos X al XIII, estando muchos de ellos, en la actualidad, abandonados o en fase de restauración. Los eremitas habían elegido estos valles por la tranquilidad, paz y sosiego que transmitían, eligiéndolos como zona de oración, meditación y reflexión durante siglos.

      Todos los turistas observaban con expectación los escarpados cañones con más de 500 metros de desnivel, la vegetación y los bancales anclados en las laderas del río, y prestaban atención a todas las explicaciones que la guía ofrecía. En algunas rocas se podía observar la marca del agua cuando el río había tenido más nivel y también formas muy curiosas como la “cara del indio”.

      La gente no paraba de hacer fotografías y grabar vídeos. A través de las ventanas sacaban sus cámaras fotográficas o los móviles, para captar la mejor instantánea. A Eli, en varias ocasiones y diversas parejas, le habían pedido para que los retratasen. Todos estaban impresionados con el mágico viaje, incluso ella, que hacía exactamente lo mismo que todos. En un instante en que se levantó y colocó en proa para captar una panorámica del apaisado cañón, en cuyas aguas se reflejaba el cielo azul, la embarcación hizo un pequeño giro hacia la izquierda para evitar unas ramas; un movimiento no muy brusco pero sí lo suficiente como para que a Eli se le cayera el móvil al agua. Soltó un grito que hizo callar a todo el mundo.




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