jueves, 8 de diciembre de 2016

"Un abrazo es para siempre" Leticia Meroño (Mi pluma LMC)

     
Un fuerte ruido me despertó, abrí los ojos y agudicé mis sentidos. La habitación estaba oscura casi por completo, aunque entraba algo de claridad debido a las rendijas de la persiana que habíamos dejado sin bajar. Era de noche y la luz de las farolas no era suficiente para que viera dentro del habitáculo. El sonido parecía provenir de la planta de arriba, me daba la sensación de que arrastraban un mueble; algo improbable, pues en la parte superior no dormía nadie. Por instinto me cubrí con la sábana hasta el cuello, así me sentía protegida.

No me atreví a levantarme para encender la luz, aunque tan solo debía dar unos pocos pasos para alcanzarla, ya que estaba descansando sobre un colchón que habíamos acomodado en el suelo. En la cama de la habitación dormía mi mejor amigo, y en la habitación contigua, se habían alojado las otras dos amigas con las que viajábamos.

Habíamos ido a pasar el puente de todos los santos a un antiguo caserón situado en un pequeño pueblo de Salamanca. A pesar de que éramos cuatro, alquilamos una casa bastante grande, puesto que era la única que encontramos libre; el precio no era muy elevado porque la casa era bastante antigua. Aunque había varias habitaciones, era tal la angustia que nos transmitía la construcción, que decidimos distribuirnos entre dos habitaciones para que nadie durmiera solo, y de la misma planta, para estar más cerca.

            Lo que fuera que chirriaba en la parte superior dejó de sonar, y a mis oídos llegó el bullicio que montaban las termitas alimentándose de la madera. Me daba la impresión que provenía de la cómoda situada al lado de la puerta, y que estaba a escasos pasos de mí. Aquel susurro comenzó a causarme pavor.

            Deseaba que el tiempo pasara a toda velocidad y que llegara el amanecer para llevarse mi inquietud. Cerré los ojos para intentar dormirme de nuevo, pero el sonido de gente hablando en la calle me impedía conciliar el sueño. Las campanas de la iglesia empezaron a sonar.

            Llamé a mi amigo y no obtuve respuesta. Alcé la voz con la intención de despertarlo, mas siguió sin responderme. Finalmente, me armé de valor y salí de la cama para encender la luz. Me quedé paralizada al ver que estaba sola. La cama estaba hecha y no había ni rastro de mi amigo; ni estaba él, ni estaban sus pertenencias. Asustada me dirigí con celeridad hacia la instancia en la que dormían mis dos amigas. El corazón se me aceleró al comprobar que ellas tampoco estaban. Busqué en los armarios con la esperanza de, al menos, de hallar sus cosas; pero estaba todo vacío.

            Se me ocurrió que quizá me estuvieran gastando una broma, aunque no tenía ninguna gracia. Y realmente hubiese preferido que así fuera, pero bien sabía que no era su forma de actuar.

            Revisé el salón y la cocina: tampoco había nada; ni comida en la nevera, ni las botellas y juegos que teníamos en el salón, nada. El pánico se apoderó de mí, estaba sola en aquella casa y no entendía por qué. Las voces del exterior consiguieron hacerme volver en sí. Me asomé con discreción por la terraza del salón y observé cómo todo el pueblo -o gran parte de él- se encontraba en la plaza. Las campanas no paraban de sonar. Los vecinos charlaban animadamente y sus risas me resultaban estridentes. Permanecí agazapada en la terraza, contemplando la escena sin saber qué hacer.

            A pesar de mantenerme quieta y de la oscuridad de la noche, intuyeron que estaba allí. Todos al tiempo, como máquinas sincronizadas, clavaron su mirada en mí. Tenían los ojos muy abiertos, sin expresividad, y no pestañeaban; sus labios mostraban una seriedad absoluta.

            Me metí dentro de la casa cerrando tras de mí la puerta de la terraza. No sabía hacia dónde dirigirme hasta que oí golpes en la entrada de la casa y me encerré en el baño.

            Pegué la oreja en la puerta y pude escuchar el chirriar de los muebles al rozar contra el suelo, después un golpe seco y gente corriendo por las escaleras. ¿Habían conseguido entrar? ¿Qué querían de mí? El corazón me latía con tanta fuerza que me costaba concentrarme en el exterior.

            De repente, regresó el silencio. Dudaba si estaba despierta o dormida. Quizá estuviera viviendo una pesadilla. Intenté recordar los acontecimientos del día anterior y no conseguí rememorar el momento en que me había acostado. ¿Y si nos habían drogado? Habíamos comprado comida en la única tienda que tenía el pueblo. La dependienta de reducido tamaño y avanzada edad, con una simpatía de las que dan escalofríos, nos generó una desconfianza irracional. Nos había ofrecido alimentos que no habíamos solicitado y que, una vez en la casa, descubrimos que estaban podridos.

            Un caserón tan grande, con un alquiler tan barato y libre en fechas festivas era algo que resultaba bastante extraño. Temí por la vida de mis amigos y por la mía.

            El llanto de un bebé rompió el silencio. Acerqué un poco más el oído y me calmé para poder atender a aquel eco. Unas uñas rasgaban desesperadas la madera; lo que lloraba no era un niño, era un gato. Lo imaginé atrapado tras uno de esos muebles que no paraban de moverse.

Un gran estruendo se escuchó dentro de la casa y el suelo tembló. La valentía o el miedo se adueñaron de mí, y salí de mi encierro en busca de aquel misterio. Corrí escaleras arriba y me detuve en el último escalón al oír gritos de dolor. Avancé con lentitud hacia la habitación que encerraba aquel clamor. La luz estaba encendida y las voces me resultaban familiares. Asomé la cabeza muy despacio, no quería ser descubierta.  Distinguí a mis tres amigos tirados en el suelo, llorando y gritando sin consuelo. Sus rostros estaban coloreados del rojo que genera la rabia. No comprendía qué estaba sucediendo hasta que vi el gran mueble caído en el suelo, y lo que yacía bajo él.

Bajé a toda velocidad las escaleras y salí a la calle; entonces fui yo la que grité, fui yo la que se llenó de rabia y de ira. Multitud de pasos se dirigían hacia mí, las risas habían concluido y las campanas ya no repicaban. Miré las caras blancas y demacradas que me acechaban con fijeza y lástima. Extendieron sus brazos para acogerme; un abrazo infinito, eterno… El abrazo de la muerte.

10 comentarios:

  1. Me ha intrigado muchísimo, Leticia. Felicidades. Está muy chulo

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  2. Has conseguido introducirme en la historia desde la primera frase. Y he pasado miedo imaginando estar sola en esa casa...Si de esto haces algo más largo, quiero leerlo. Enhorabuena!

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    1. Jeje, de momento no creo; pero si te gustó prueba con mis relatos de Más allá del camino (hay dos, pero son independientes).

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  3. ¡Caray!, esos miedos son tan reales como la vida misma, los he sentido y palpado, algo que no es habitual en mí, serán los años, jajaja.

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    1. ¡Genial que te gustase! gracias por pasarte y dejar comentario

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