sábado, 3 de diciembre de 2016

"El sauce" Carrie Polaris

         
Celeste corría esa noche. El cielo lucía épico con la imagen de una enorme y amarilla luna que más tarde se cubriría del eclipse tan esperado por todos. En lontananza, el sauce en la orilla del riachuelo, dejaba caer sus largas hojas cual cabellera enérgica que seducía al tiempo. Ella no sabía si estaba en el presente o en el futuro del plano temporal, había surcado tantas veces el portal, que se encontraba confundida y algo enferma; las marcas en su piel se tornaban cada vez más oscuras y eso le provocaba un sabor de temor en la boca. Pero aun así, soportando la pesadez de un cuerpo infectado y doliente, siguió corriendo, tenía que lograrlo: llegar a la meta y alejarse del nuevo viaje que le provocaría el eclipse final.

Mateo, mientras tanto, ya se hallaba de pie junto al sauce en la colina; con la espalda hacia la alameda y los ojos clavados en la luna, su pensamiento desazogado no le permitía respirar tranquilo. Sus manos se encontraban sudorosas. Su piel -aunque marchita en las manos- denotaba una humedad nerviosa; el sudor surcaba su cuello descendiendo desde la coronilla.

—Nunca dejes de enfocar el tercer ojo, hijo de Levi.

La voz del anciano Ezra le resonaba en la mente como eco imposible de borrar, y en vez de producir una sensación de concentración en él, le jugaba una mala pasada, como todas las otras voces constantes en su cerebro.

Se giró por breves segundos, el viento movió sobre el rostro su larga melena azabache y luego la estiró como bailando con las hebras. Mateo se estremeció un poco, la temperatura descendía e iba borrando el sudor en su cuerpo. No lograba ver nada, Celeste aún debía encontrarse lejos

Si tuviese los binoculares…

Odiaba al sujeto que se los había robado en la ciudad de la muerte. Su espíritu estaba nervioso y la sombra del miedo se paseaba como nunca antes.

Celeste se detuvo por un momento, exánime y consumida. Las piernas se le entumecían y un calambre le atormentó el gemelo izquierdo

—Vamos, inténtalo— Exhaló un susurró en medio de la noche, pero estaba sola; Mateo no estaba con ella y no se sentía capaz de continuar. Sintió que era el fin, su fin, del que escapó triunfante tantas veces, pero el último desplazamiento temporal, fue su fracaso.

Había iniciado el día en perfectas condiciones, una vez que ella y Mateo se reunieron en la cúpula de la zona norte en el dos mil novecientos, pero todo se tornó un caos, ya que no se percataron de que los entes de gusano que les habían seguido les cerraban el paso. Cuando el sonido lejano del cántico de las sirenas en la torre impactó en sus oídos, ella cerró los ojos violentamente, como por instinto; cuando los abrió, estaban rodeados.

Las figuras larguiruchas y desproporcionadas les llenaban las pupilas; las enormes bocas de afilados dientes babeaban por las comisuras, de un líquido azulino y putrefacto.

Ambos sacaron sus armas. Celeste la atrajo desde su espalda y Mateo desde el cinto, sobre su pantalón. Apuntaron, pero la masa viviente se multiplicaba.

—Estamos perdidos, es el final—susurró Celeste mientras unía su cuerpo más al de Mateo. El hombre, de unos cuarenta años, se puso por delante de ella, como cubriéndola.

—Este no es el fin, ardilla. Debes viajar.

—No estoy preparada. No lo lograré.

—Concéntrate, ardilla, no es momento para juegos. Nos vemos en mil novecientos noventa y ocho; la colina, el sauce.

Dicho esto, Mateo arremetió contra ellos. Disparó su metralleta a diestra y siniestra sin medir en nada; después, corrió hacia los entes materiales.

Celeste, muerta de miedo, se giró para dar la espalda a la escena. Cerró los ojos, apretándolos profundo, contando de diez a uno sin detenerse e intentando enfocar, intentando llegar.

Sintió un golpe sobre su espalda. Cayó al suelo; pero no abrió los ojos. Siguió contando de diez a uno, una y otra vez; y cuando llegó al siete, todo junto sucedió dentro de ella: primero la luz en medio del vacío, luego el fuego correr en líneas mostrando el camino y después el dolor de unos dientes rasgar la piel de su pierna. Se desmayó, y cuando abrió nuevamente los ojos, se encontraba en el camino hacia la colina y el sauce, a unos cuantos kilómetros de distancia. Se tocó la pierna en donde sentía dolor y no había herida, en este plano temporal, pero todo el veneno ya se había esparcido por dentro. Estaba contagiada y los moratones comenzarían a aparecer.

A lo lejos, el sauce movía alguna de sus hojas al pasar el viento. Se puso de pie y, un poco cojeando al principio, se obligó a correr.

Debía llegar hasta Mateo, era esa su única motivación; ni siquiera pensó en si él tendría la cura para su infección, sólo quería verlo por última vez. Lo amaba, aunque él le rebasaba  en varios años, y no quería morir sin decírselo. Sus ojos comenzaron a llorar. En el cielo, las luces brillaban enceguecedoras.

1 comentario:

  1. Una historia muy bonita y diferente a lo escrito hasta ahora. Felicidades, guapa

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