viernes, 16 de diciembre de 2016

"Empezar de cero" Jossy Loes


      

La mujer del traje de cuero, dejó el bolso en la estación junto a sus recientes malos recuerdos. Había caminado durante más de veinte minutos, con la mirada perdida, a sabiendas de que los ojos de muchos se fijaban en ella. Pero no le importaba, solo quería llegar hasta la estación, quería desaparecer, necesitaba volver a empezar. Muchos pensamientos cruzaron por su mente, pero ninguno tenía que ver con ese llamativo vestido rojo que contrastaba con su piel blanca y sus rubios cabellos.
            A pesar de que su figura no era la de una sílfide que podían esculpir, atraía a más de uno; tal vez, era por lo que le habían prohibido usar, pero no le importaba, estaba tan harta de tantos prejuicios que, a partir de ese día, se sentiría en libertad y sin ser señalada. Atravesó varias calles con el frío que chocaba en su cara, lo sentía como si fuesen cuchillos que la atravesaban, aunque ya nada podía herirla porque su corazón había sido exprimido hasta dejarlo sin ninguna gota de sangre.             Podía detenerse y fingir de nuevo; sin embargo, si lo hacía, se arrepentiría toda la vida. Aferró su mano a las asas del bolso y siguió caminando, pensando en tantas ideas que iban y venían que podían darles una solución fácil a sus problemas, pero no quería ser una mujer cobarde y lo iba a demostrar.
             Después de varias calles, se detuvo ante el cristal de una cafetería y miró el reflejo que le daba. Era joven, con unos enormes ojos verdes y una boca sensual. Subió su mano al rostro y en ese cristal, se reflejó un enorme diamante, indicando que no era una mujer humilde. Cerró los ojos, soltando un suspiro de cansancio y decepción. Al abrirlos, una lágrima brotó de su rostro, donde el maquillaje estaba corrido, denotándose en su piel de porcelana. Vio el brillo del diamante y con rabia se lo quitó del dedo anular para lanzarlo en la acera, sin prestar atención a dónde podía ir a parar. 
             Respiró profundo y buscó en su bolso algún clínex para limpiarse un poco. Le daban igual aquellas miradas de los que estaban dentro de la cafetería, ya que quería enterrar su pasado y quitarse esa máscara que había llevado durante mucho tiempo. Se arregló el flequillo y abrió de nuevo el bolso para sacar un lápiz labial, del mismo color del traje de cuero. Un rojo que de ahora en adelante no dejaría de usar, un rojo que le tenía que dar la seguridad que necesitaría para enfrentarse hasta con mismo infierno a partir de ese instante, y lo hizo: se pintó delante de todos los que la veían con atención.
           Lo guardó para sacar unas grandes gafas oscuras y se las puso, volvió a mirarse en el cristal y, con la elegancia que había aprendido a mantener, se enderezó, dispuesta a seguir con la decisión que tomó.
           Por el camino, se soltó el pelo y lo movió de un lado al otro con sus manos, como si estuviera quitándose un gran peso de encima, y siguió andando. Había olvidado por unos segundos la mujer que iba a ser a partir de ahora, y no podía permitirse eso.
           Una mujer que acababa de aprender a no mantenerse callada, y comprendió que esa falsa seguridad que transmitía, la ayudaría los meses siguientes. Al cruzar la calle, se detuvo frente a un quiosco y pidió un paquete de cigarrillos, junto a un encendedor.
           Llevaba dos años sin fumar, lo había dejado por amor, y por ese amor ahora se encontraba caminando con la soledad y la decepción como únicas acompañantes en las calles de esa inmensa ciudad.
           Abrió el paquete y sacó un pitillo. Lo llevó a la boca y, antes de encenderlo, un hombre se acercó y le pidió permiso para hacerlo, mientras los ojos de él se posaban en ese vestido que parecía adherido al cuerpo. Sonrió de lado, al ver en los ojos del hombre deseo, y supo que era su oportunidad de demostrar que no volvería a caer. Se llenó de valor al sentirse deseada; se acercó para que se lo encendiera y dio una calada de forma sensual.
           El hombre dijo alguna sugerencia que ella no escuchó. Lo había dejado atrás para seguir su camino, hasta que tropezó con una joyería que acababa de abrir y decidió entrar para darse un último gusto. Dio los buenos días, sin preocuparse que el dependiente terminara de acomodar su vestimenta.
           Este, al verla, intentó explicarle que faltaban cinco minutos para atender a los clientes, pero ella lo ignoró. Se acercó a una pequeña estantería y pasó su uña de porcelana por el cristal, admirando los pendientes y pulseras que gustosos brillaban pidiendo que fuesen probados, pero no se conformaban con esas simples joyas.
           Se giró y se acercó a otra estantería, atraída por un collar con varios diamantes en el medio. El primero y más vistoso era en forma de corazón, otro en forma de esmeralda y, el más grande de todos, era una lágrima, como las que había soltado horas atrás. Recordó cuántas veces había sido admirada por lucir grandes joyas, cuántas veces la había llevado del brazo, creyendo que se sentía orgulloso por llevar la mujer más elegante de la ciudad, solo para sentirse poderoso. Enterró las uñas en las palmas de sus manos y volvió a fijar su mirada en la estantería, señalando con su dedo el collar. Sin titubear, dijo:
           —¡Este!—El dependiente se acercó y le informó que era una de las joyas más caras de la tienda. La mujer sonrió de lado, se bajó las gafas, e ignorando la cara de asombro del dependiente, respondió.
           —Lo quiero.—Su voz segura indicó al hombre que no debía preguntar qué sucedía ante un rostro que mostraba el dolor que escondía ante esa mirada gélida. La mujer del vestido de cuero, sacó de su bolso el tarjetero, y a su vez, sacó una tarjeta dorada, ofreciéndosela al dependiente. El hombre sugirió que podía acompañarlo con un anillo. Intentó mostrárselo, pero la mujer se mantuvo erguida sin hacer ningún movimiento, a la espera de que el hombre culminara la venta.
            El hombre tragó saliva y sintió temor ante la frialdad de la dama; cogió la tarjeta dorada para hacer la transacción y escuchó la melodía de un móvil varias veces seguidas. Una vez terminado, le pidió que firmara, y la mujer aceptó el boli y firmó. El dependiente se alejó en busca de una caja de terciopelo para la joya, y al volver, la mujer del vestido de cuero negó con la cabeza.
           —Lo llevaré puesto.
           —Pero… Es…—El hombre decidió callar ante el mutismo de la mujer. Salió del mostrador para colocarle el gran collar a la dama que atendía. Era tan extraño lo que sucedía que no sabía por dónde empezar. Le era fácil de adivinar que vivía en grandes lujos y que ese vestido atraía las miradas de todo ante la sensualidad que desprendía, pero el rastro de su llanto que trataba de esconder, reflejaba un gran dolor que no podría ser aliviado con facilidad. Quiso aconsejarla, pero decidió callar. Su manera de ver la vida era muy distinta a la que ella quizás estaba acostumbrada, o a lo mejor no. Todos sufrimos por amor y decepción, seamos del estatus que seamos.
            Se acercó, y al colocarle el collar en el cuello, notó la suavidad de su piel, así como un aroma exquisito que desprendía. A pesar de mantener en su mente el maquillaje corrido de su rostro, deseó abrazarla y volver a tocar esa lozana piel. La mujer sonrió, se enderezó de nuevo y se despidió con un simple gesto. Salió de la tienda. Siguió su trayecto hasta ver un banco, y entró sin ninguna duda. Tenía que vengarse con lo que más le dolía.
           Se acercó al mostrador y pidió una cantidad exagerada de dinero. El cajero estaba sorprendido, no por lo que había pedido, sino por la hermosa mujer que tenía al frente. En cuanto entró, sus ojos se fijaron en ella. Subida en unos grandes tacones negros, junto a un bolso que lo llevaba con una seguridad única y vestido que dejaba a más de uno sin habla; sin embargo, lo que más le impresionó fue la hermosa joya que la acompañaba, como si el vestido y la joya hubieran sido creados para ella.
           La mujer sacó del bolso su identificación y volvió a pedir la cantidad de dinero. El cajero parpadeó un par de veces y tomó el documento, tecleó el nombre y el número y comprobó quién era esa mujer. Evitó cualquier expresión y le indicó que debía llamar a su jefe ante la cantidad que pedía. Se levantó de inmediato para hablar con él y, mientras la mujer esperaba, se fijó que llevaba gafas gruesas. La curiosidad se apoderó de su mente imaginando cualquier situación que pudiera ocurrir.
           La mujer del vestido de cuero, se mantenía apacible y se debatió en irse, ya que la paciencia había sido la culpable de que estuviera ahí. Esa paciencia que hizo que mirada a un lado tantas veces que había perdido la cuenta. Era esa misma paciencia, que volvió a indicarle que no gritara cuando abrió la puerta, descubriendo lo que todos sabían. Había sido enseñada a tener clase y no demostrar su indignación y rabia. El gerente se acercó, sugiriéndole que debería hacer una llamada. La mujer se levantó las gafas y lo miró con seguridad.
           —Quiero la cantidad, no es necesario llamar a nadie. Vosotros sabéis quién soy.—Ambos hombres se quedaron en silencio y se miraron. El gerente, afirmó con la cabeza y el cajero de inmediato hizo lo que le correspondía. Diez minutos después, la mujer del vestido de cuero caminaba por las calles de esa gran ciudad, con su cuerpo erguido y con la mirada al frente, y con alguna que otra lágrima rebelde que recorría su rostro hasta llegar a la estación.
            Ahí se sentó en un banco para coger aliento ante su último paso. Abrió el bolso y sacó un pequeño blog de notas junto a un caro estilógrafo, y comenzó a escribir. Se quitó el caro collar y lo tiró sin cuidado dentro del bolso. Sacó su tarjetero y su identificación, así como cogió algo de dinero del que acababa de sacar. Se levantó abriendo su bolso, exponiéndolo a que se viera la nota. Se acomodó el traje estilizando su figura, subió sus gafas y se alejó dejando todo atrás.
            Una niña se acercó, atenta a los movimientos de la mujer de un traje llamativo para ella. Miró de reojo y vio un enorme corazón. Se giró y abrió los ojos ante lo que había en el fondo del bolso. Corrió a su madre y la obligó que la acompañase.
            La mujer lloraba, limpiándose el rostro para que su hija no viese el rastro de tristeza. No debía enterarse de su gran problema y fue con ella con una fingida sonrisa, pero al toparse con el bolso abierto la regañó por mirar objetos ajenos. La niña no se arrepintió, abrió el bolso y señaló su interior; la madre, curiosa a la insistencia, se acercó. Cuando vio lo escrito, soltó un llanto desmedido. Miró alrededor y no vio a nadie. Cogió la nota y volvió a leerla.
            «Tome todo el dinero que está adentro y úselo. El dueño, solo recordará el maldito collar y la mejor amiga de su amante».


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