martes, 27 de diciembre de 2016

"Una Navidad con espíritu" Laura Martín


Maldita la hora en la que se ofreció voluntario para hacer el belén viviente de su instituto, pensó Manu mientras se miraba al espejo de los vestuarios del gimnasio. Es que, ¿nunca podía sonreírle un poco la vida? Él se había presentado por Vanessa, la rubia que interpretaría a la Virgen María (le constaba que tenía más de rubia que de lo último), porque desde hacía unas semanas le hacía ojitos y nunca se sabía. Y, para colmo, San José, que de santo tenía también poco, era el macarra de clase, por el que todas las niñas tontas suspiraban. ¿Por qué las tías se sentían atraídas por musculitos descerebrados? Es que les iba la marcha, llorar por los pasillos por aquel que pasaba de ellas después de habérselas beneficiado…bueno, tampoco se podía quejar, a él se le daba bien consolarlas. Pero con ese disfraz de pastorcillo, se temía que tendría el mismo éxito que Pedro con Heidi.

       Los demás ya habían subido al salón de actos, pero él necesitaba unos segundos para armarse de valor antes de enfrentarse al escrutinio de Vanessa. Buscó una pose atractiva, cogiendo la cachava de decenas de formas diferentes. Nada, no había manera de mejorar su aspecto. Encima, su madre había cosido el traje como si fuera para su peor enemigo, no le marcaba nada sus bíceps que tanto esfuerzo le costaba cultivar a base de ayudar a su padre en la empresa de mudanzas.

       Al fondo del pasillo atisbó un resplandor. Se acercó despacio, sospechando que se trataba de alguna inocentada, algún amigo intentando inmortalizar ese momento tan penoso de su existencia. Era un flash, seguro.

       Cuando dobló la esquina vio a un ser de luz, sin rostro definido, flotando en medio del

pasillo. Manu parpadeó, pensando que, una vez más, se había pasado con el canuto que se había fumado en casa de Víctor.

       -Soy el espíritu de la Navidad.

       Manu miró al ser etéreo, perplejo, intentando ver el truco, descubrir la proveniencia del holograma y el origen de la voz.

       -No haces justicia a tu personaje.

       El chico miró sus ropas. No estaban mal, para la época debían de ser la caña. Y él, qué carajo, era un buen mozo, así que no iba a consentir que lo que fuera aquello le amedrentara. Quiso protestar, pero la voz sonó de nuevo.

        -Los pastores representan la sencillez, la bondad. Son los receptores de la revelación, y transmisores del milagro de la Navidad. Pero veo que el rencor, la envidia y el egoísmo son los pilares de tu existencia. No ves lo bienaventurado que eres. Acompáñame, te mostraré esas vidas que tanto codicias, y te enseñaré a conformarte y disfrutar de las pequeñas cosas.

         En un momento, el chico se vio teletransportado a su propia casa, concretamente a la Nochebuena del año pasado. Recordaba con fastidio aquella fecha. Él habría preferido salir de fiesta, pero su madre había insistido en que estuvieran en familia.

Allí estaba su hermana pequeña, cantando villancicos y sentada al pie del árbol mientras peinaba a su muñeca Barbie; sus abuelos, tíos y padres hacían sobremesa con unas copas de más de champán. Su primo Andrés y él, echaban una partida a la Play en ese mismo salón, bullicioso, que exudaba alegría. La verdad, no había sido una mala noche después de todo.

        -Siempre has pensado que tus navidades eran vulgares. Ahora, ilustraré tu suerte.

        Todo se movió ante sus ojos como un carrusel desbocado. Los colores y los sonidos se difuminaron, mezclándose entre sí, perdiéndose hasta materializarse, otra vez, en otro salón, en otro hogar.

         Manu se sintió intruso, violando una intimidad que no le pertenecía. ¿Y si, al fantasma ese, le había dado por llevar a alguien a su cuarto? Dios, esperaba que no, la adolescencia era muy mala, y él, a veces, hacía cosas que no le gustaría que nadie descubriera, en especial esos momentos en los que ojeaba las revistas "alegres" que compraba a hurtadillas.

         La estancia estaba vacía; la mesa dispuesta con pulcritud, vestida con manteles bordados en dorado, servilletas de tela plagadas de motivos navideños, copas de agua, vino y champán diseminadas de una manera que le recordó a un restaurante. No faltaba detalle. Eso sí, solo había tres cubiertos. Una mujer con un moño alto, que tiraba de su cabello tanto que parecía que se le iba a desprender de la cabeza de un momento a otro, entró con una bandeja plateada sobre la que había una sopera del mismo color. Detrás, un hombre trajeado, con corbata roja a juego con el vestido de la señora, portaba una botella de vino y otra de champán.

        -Vanessa –llamó la mujer al tiempo que colocaba la sopa en el centro de la mesa.

        Unos instantes después, apareció la chica, aquella que alimentaba sus sueños, con un vestido recatado y aburrido de fiesta, repeinada hacia atrás en una coleta alta y con cara de desear que aquella cena acabase pronto.

         Los comensales pasaron la velada en silencio, solo interrumpido por sus pásame la vinagreta, trae los langostinos de la cocina, o un escueto y forzado delicioso.

         Al finalizar, brindaron con una copa de Freixenet Brut Barroco Reserva, un cava que Manu ni sabía que existía, y se dieron fríos besos en las mejillas.

         Vanessa, educada, se disculpó para ir al baño y, cuando todo empezó a dar vueltas hasta visualizar una bañera, él cerró los ojos, sin querer romper la magia de ver a su adorada chica haciendo aguas menores o, aún peor, mayores.

        -Fíjate bien, es importante –dijo el espíritu.

        El chico abrió los ojos, alentado por la perspectiva de que, quizás, Vane fuera al baño para quitarse ese horrible vestido (sensual y lentamente a ser posible) y ponerse el pijama.

         Esta cerró la puerta con pestillo y fue directa al váter, provocándose el vómito con los dedos. Eso sorprendió a Manuel. Nunca hubiera pensado que esa semidiosa pudiera tener problemas de autoestima. Su vida, sin lugar a dudas, era triste y vacía, pero solo sirvió para desearla más, para avivar un sentimiento de protección.

         Un borrón finalizó la inquietante visión, dando paso a otra velada navideña. En esa habitación sí había gente, aunque no pudo reconocer a nadie.

         Un anciano esperaba en la mesa con la mirada perdida. A su lado, una mujer más joven (su hija probablemente) le ataba un babero gigante al cuello. Presidiendo uno de los extremos de la mesa, un niño, cuya edad no pudo determinar, yacía expectante en una silla de ruedas. Por la puerta irrumpió un chico con una fuente de cristal llena de un líquido humeante (no hacía falta ser Sherlock Holmes para saber que se trataba de sopa). Era San José, bueno, Carlos en realidad. Detrás, una anciana entraba con una bandeja de pastel de cabracho y panecitos de pan.

         Todos ocuparon sus posiciones. La mujer daba de comer al anciano; la vieja servía a los jóvenes; Carlos intentaba animar a su hermano pequeño.

         Manu pensó que había juzgado mal a su adversario. Su actitud ante la vida no era más que un escudo protector.

         -¿Comprendes ahora por qué hay que disfrutar lo que se tiene, vivir el día a día, y no anhelar la suerte del vecino?

          Manu asintió con la cabeza y, de pronto, se encontró solo en los vestuarios.

        -¡Eh!, pastorcillo, ¿qué haces ahí como un pasmarote? Te estamos esperando. –Carlos, perfecto con su barba pulida, las ropas que le sentaban como un guante, y rostro arrogante, le miraba con desdén.

          Manu le sonrió, haciendo que Carlos adquiriera una expresión perpleja, que se acrecentó cuando el chico se acercó para ponerle una mano en el hombro y darle una leve palmadita en la espalda.

          Llegó al escenario vivificado, sin complejos ni tensiones, alegre, con ganas de transmitir ese ánimo a los demás.

          Vanessa rio, contagiada, y él tuvo la valentía de guiñarle un ojo. El espíritu del pastorcillo le había poseído, no podría evitar las desgracias ajenas, pero intentaría transmitir el mensaje de amor que significaba la Navidad.


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