sábado, 31 de diciembre de 2016

"El milagro de la Navidad" Sandra Estévez




Érase una vez una familia feliz. Una pareja que todo el mundo envidiaba por lo bien que se llevaban. Se conocieron en la universidad y desde entonces no se habían vuelto a separar. Estudiaron juntos, y se fueron a vivir al mismo piso para estar más tiempo cerca el uno del otro. Sus manos iban unidas a todas partes, y nunca se les veía tristes ni enfadados. Una vez finalizaron sus respectivas carreras universitarias, encontraron trabajo con facilidad. Desde pequeños habían destacado sobre los demás, por sus buenas notas y la facilitad que tenían para memorizar y absorber conocimientos. Ella, en una empresa de publicidad, y él, en otra de telecomunicaciones. Después de ocho años viviendo juntos, decidieron sellar su relación contrayendo matrimonio. Sus padres, tanto los de María como los de José, insistieron en que preferían una ceremonia religiosa, alegando que eran los únicos hijos que tenían, y deseaban que fuese una boda por todo lo alto y como Dios manda. La pareja no estaba del todo convencida; preferían algo más íntimo y sencillo, pero al final se dejaron llevar por los deseos de sus familias. Entre los seis organizaron un evento que estuvo en boca de todos los vecinos de Lagunda. Todo salió a la perfección y, para la pareja, fue uno de los días más felices y memorables de su vida. Sus rostros demostraban lo cómodos y enamorados que estaban.

            Los años pasaron. Compraron un chalet en las afueras del pueblo; una zona tranquila, abrazada de una preciosa arboleda y alejada del bullicio de la ciudad. Bastante tenían con estar durante la jornada laboral, rodeados de coches y gente estresada, que divagaba de un lado para el otro. Eran como robots, moviéndose sin parar y sin fijarse en las cosas cotidianas de la vida, en las personas que los rodeaban, en la belleza de determinados edificios considerados históricos. El único cometido que tenían era llegar a tiempo a sus quehaceres y cumplir con su jornada laboral.

            Sus puestos de trabajo no peligraban, pues estaban bien considerados, y el hogar lo tenían amueblado en su totalidad. Solo tenían que cumplir fielmente cada mes con el banco para pagar las letras. También habían preparado un dormitorio infantil. Hasta la fecha, no habían considerado la posibilidad de tener un hijo, pero llegado ese momento, tomaron la decisión de ir a por él. Fueron meses intentando que María quedase embarazada, pero no lo lograba. Al principio lo tomó con cierta ansiedad, puesto que concebir se había convertido en su prioridad; después, siguió los consejos de su ginecólogo y se tranquilizó.

Lo que tenga que ser será a su tiempo y en su momento, pensaba.

            Pasaron dos años más cuando, sin esperárselo, recibieron la magnífica noticia del embarazo. El rostro de María volvió a sonreír después de años de espera, y no era para menos; ¡iban a ser papás!

            Algo parecido sucedió con los abuelos. Tenían grandes esperanzas en ese embarazo; les hacía muchísima ilusión que un bebé llegara a la vida de sus hijos porque comprendían lo mucho que lo deseaban.

            Durante los nueve meses la pareja disfrutó de los cambios que el cuerpo de María iba experimentando. José hablaba con su hijo todas las noches al regresar del trabajo. Colocaba la cabeza sobre el abdomen de su mujer para escuchar los movimientos del pequeño, y charlaba con él como si lo tuviese justo al lado, dándole masajes estimulantes por todo el cuerpo. Le encantaba esa sensación, y a ella también. Cuando llegó la hora del parto, todos se pusieron nerviosos, incluido los abuelos. Deseaban ver el rostro de ese nuevo ser que los iba a colmar de alegrías, y al que tenían pensado amar sobre todas las cosas. Faltaban dos días para Navidad pero, al parecer, el regalo de esas fechas mágicas se iba a adelantar. Con impaciencia se dirigieron al hospital y allí la atendieron. Según los especialistas, quedaba muy poco para que ese bebé asomara la cabecita.

            Tras varias horas postrada en una cama y aguantando las contracciones, María por fin tuvo a su hijo en brazos. Fue una sensación difícil de explicar con palabras. Un momento maravilloso que solo una madre puede sentir y entender. El niño agarró con fuerza el dedo índice de la mano de su madre, y esta lloró de alegría. Minutos después lo llevaron para lavarlo y pesarlo. José estuvo en todo momento agarrando con entereza la mano de ella para transmitirle fuerza y valor. Al rato, una enfermera regresó con el bebé en una cuna portátil, para que la madre lo amamantara. María lo cogió en brazos y adoptó la posición que la matrona le había enseñado en las clases preparto. Parecía que tenía hambre porque, tan pronto notó el pecho de la madre en los labios, abrió su diminuta boca para chupar. La pareja se sentía feliz al ver que todo había salido bien. Los abuelos estaban al corriente del nacimiento, y deseando poder achuchar al pequeño de la familia. Todo parecía perfecto hasta que María sintió que la piel del niño se estaba amoratando, especialmente en el rostro. Llamaron a la enfermera y esta enseguida apareció. Al comprobar que aquello no era normal, lo introdujo en la cuna y se lo llevó. Su rostro mostraba preocupación. María y José empezaron a hacer preguntas pero sin obtener respuestas convincentes. Los nervios los devoraban con el paso de las horas. No había aparecido nadie por la habitación para informarles de cómo se encontraba el bebé. José, varias veces se asomó al mostrador donde estaban todas las enfermeras, pero ninguna supo decirle con exactitud el estado del niño. Solo argumentaban que estaba en observación y haciéndole pruebas. Al fin se acercó un pediatra, y les comentó que esa noche la pasaría en observación, y que por la mañana verían si la había pasado bien o tendría que estar más tiempo controlado. Los abuelos del pequeño regresaron a sus hogares con una sensación agridulce en el cuerpo. José se quedó con María toda la noche. Aunque ella estaba agotada por el esfuerzo que había hecho en el parto, no consiguió conciliar el sueño. Ambos estaban preocupados y muy nerviosos.

A la mañana siguiente, otro especialista, diferente al de la noche anterior, se acercó a la habitación y les dio una trágica noticia. El bebé había nacido con una deficiencia cardíaca, y necesitaba un corazón nuevo con máxima urgencia. Había pasado una mala noche y precisaba un trasplante antes de veinticuatro horas. Un jarro de agua fría, que los padres recibieron el día de Nochebuena. Necesitaban abrazarle, besarle y darle calor, pero eso no fue posible. Lo único que le permitieron fue verlo a través de un cristal. La pareja y los padres estaban hundidos y desesperados. ¿Cómo iban a conseguir un corazón tan pequeño y en esas fechas? Las dos abuelas se acercaron a la iglesia que había instalada en la primera planta del hospital, para rezar por el nieto. Entre lágrimas, pidieron a Dios que les concediera ese milagro por Navidad. Al regresar a la habitación supieron que su estado había empeorado. María salió corriendo porque no podía soportar tan terrible noticia. Apenas había disfrutado de él y ya lo iba a perder para siempre. Estuvo divagando por la planta de maternidad durante minutos. No quería hablar con nadie ni escuchar argumentos que le taladraban el alma. Bajó en el ascensor hasta llegar a la planta uno y, sin querer, se dirigió a la capilla. Entró con cierto recelo, pues era creyente pero no practicante. La última vez que había estado en una iglesia había sido al contraer matrimonio, y de eso ya había llovido. Se sentó en el segundo banco de madera, al lado de un belén que habían instalado, y en el que no podían faltar los pastores, el buey, los magos con sus pajes, la mula y el buey, y las figuras más importantes: José, con su peculiar vara en una mano; María, vestida de azul claro, y el niño Jesús, un bebé que solo llevaba un pañal de color blanco, acostado en un pesebre hecho de madera y paja. El Nacimiento era pequeño pero estaba muy bien diseñado.

            No pudo contener las lágrimas y se dejó caer sobre el respaldo del banco que tenía delante de ella. ¿Por qué era tan injusta la vida?

            Una mano se apoyó en su hombro. María pensó que sería su esposo y no levantó la cabeza. No quería escuchar que su pequeño estaba entre la vida y la muerte, y más cerca de esta última. La mano desapareció y sintió que esa persona se sentaba a su lado. Alzó la cabeza y vio que no se trataba de José, sino del sacerdote de la iglesia. Éste, la observaba a través de unas gafas finísimas. María dejó caer la cabeza entre los brazos que tenía apoyados en la madera y continuó llorando. ¿Qué más podía hacer? El cura empezó a hablarle del belén. Al parecer, había sido montado por un grupo de niños y adolescentes que estaban ingresados en el centro. Todos estaban internados en la planta de oncología. María irguió la cabeza y lo observó. Le hablaba tranquilamente. Se dejó caer hacia atrás y cerró los ojos con fuerza e indignación. El religioso le dijo que estaba para escucharla si así lo necesitaba. Ella meneó la cabeza varias veces. Aquello no podía estar pasando de verdad. Tenía que ser un maldito sueño del que deseaba despertar. Se pellizcó la pierna derecha pero seguía allí, en una pequeña capilla y sentada al lado de un sacerdote que la miraba en silencio. Después de varios minutos en profunda calma, decidió abrir su corazón y contarle la razón por la que estaba en aquella iglesia. El cura la escuchó con atención, sin interrumpirla.

            - El señor te está escuchando -dijo, con voz tranquila y afable.

            - ¿De verdad cree en lo que acaba de decirme? Como le he explicado hace unos minutos, mi hijo se muere en menos de 24 horas si no recibe un corazón.

            - Hija mía. Dios escucha a todos sus fieles. Habla con él -insistió.

            - Al menos que se produzca un milagro, nadie va a salvar a mi niño –aclaró con rabia en el tono de voz.

            - ¿Le habéis puesto nombre?

            - Lo cierto es que no. Ni siquiera nos hemos acordado. En casa habíamos barajado dos nombres: Sergio o Adrián –comentó, dejando asomar una pequeña sonrisa.  

            El religioso, introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo una figura que le entregó a María.

            - Los milagros suceden. Solo debes confiar y creer profundamente en lo que significa la Navidad –acabó diciendo.

            Se trataba de la imagen del niño Jesús en miniatura.

            - Gracias -fueron las únicas palabras que consiguió decir mientras observaba la dulzura que proyectaba el rostro de aquella figurita. Un semblante que le recordó a su hijo.

            El padre se levantó y salió de la capilla. María se arrodilló y juntó las manos con la pequeña imagen entre las mismas. Después de muchos años, fue capaz de rezar varias oraciones que recordaba desde su primera comunión. Imploró a Dios que ayudara a su pequeñín, le daba igual si le restaba vida a ella.

            Una hora después, regresó a su habitación, donde la esperaban José y los padres de ambos. Todos seguían con caras de preocupación. Era Nochebuena, una noche para disfrutar en familia, pero lamentablemente, ellos no tenían nada que festejar. Sobre las cinco de la tarde, volvieron a la sala desde la cual podían ver a su niño. A simple vista parecía estar bien. Estaba dormido y con las manos pegadas al rostro. María, con los ojos bañados en lágrimas y abrazada a su marido, le hablaba y enviaba besos a través de la cristalera. No sabían el tiempo que aguantaría. No sabían si lo volverían a ver con vida. Regresaron a la habitación con el alma en pena. El hospital estaba decorado con cintas de Navidad y dibujos que los niños habían hecho en los talleres y escuelas que había en el propio centro. Todo para animar a las personas ingresadas y transmitirles un poquito de paz y armonía. Los abuelos regresaron a sus domicilios mientras que el matrimonio se quedó a la espera de noticias.

            Sobre las diez apareció una enfermera con la medicación para la noche. María no había cenado nada; no tenía apetito, solo quería sentir el calor de su niño. Tampoco quería tomar más pastillas. José la obligó, diciéndole que tenía que dormir, y que si ocurría algo, él mismo la despertaría. Aunque a regañadientes, la tomó. Una hora más tarde sintió la pesadez de los párpados, luchó contra ello pero no pudo y se quedó dormida. José se recostó en el incómodo sofá y respiró profundamente. Las vueltas que daba la vida. Hasta hacía muy poco eran la pareja más feliz que había bajo las estrellas y, en aquel instante, eran la más desdichada. Se acercó a la cama donde dormitaba su esposa y apoyó la cabeza en la misma, aferrándose a la mano de María con fuerza, por si ella también se iba de su lado. Sobre las doce de la noche se escucharon fuegos en el exterior. Había gente que tenía muchas cosas por celebrar. Él, ninguna. También se escuchaba revuelo que debía proceder de la zona de enfermeras. José pensó que estarían celebrando la Nochebuena y no las podía culpar. Estaban trabajando en una noche tan importante, lejos de sus seres queridos y cuidando a personas que padecían alguna enfermedad o dolencia. El ruido se iba aproximando cada vez más a la habitación, hasta que alguien abrió la puerta y encendió las luces. Eran dos enfermeras y un médico, que traía un historial en la mano. María permanecía dormida. Los rostros de los recién llegados, lejos de parecer preocupados, mostraban cierto entusiasmo. José se levantó y fue hacia ellos. El varón de la bata blanca le informó que los acababan de llamar de la Unidad de Trasplantes. Había aparecido un donante compatible con su hijo y lo iban a intervenir de inmediato. El padre abrió los ojos un poco más de lo normal porque aquello le parecía un sueño. Se acercó a la cama e intentó despertar a María para ponerla al corriente. Ésta, todavía amodorrada, escuchó lo del trasplante y se irguió con mucho ímpetu. Estaban pletóricos y los médicos muy esperanzados con el órgano que llegaría en breves instantes, para que el pequeño tuviese una segunda oportunidad.

            Los de las batas blancas abandonaron la habitación y la pareja se abrazó, entre lágrimas de alegría y esperanza. María recordó la figura que el sacerdote le había regalado en la iglesia, la cogió y le dio varios besos. Estaba segura de que todo iba a salir bien y que pronto podría tener al niño entre sus brazos, para acunarlo y regarlo de besos. Aquella noticia debían compartirla con sus padres e inmediatamente los llamaron por teléfono, los cuales no tardaron mucho en presentarse en el hospital para estar al tanto de la operación.

            Aunque la recomendación de las enfermeras había sido que se quedara en la habitación, María acompañó a la familia hasta la sala de espera. Quería estar presente en el momento en que le dijeran que todo había salido bien, y que su pequeñín ya no corría peligro. Para ello, tuvieron que pasar seis largas horas sentados en aquellas incómodas sillas, pero la espera había valido la pena. El pediatra que había realizado el trasplante les comentó que tenían un bebé muy fuerte, con muchas ganas de vivir, pues había resistido a la operación como un campeón. Aquellos rostros, que horas antes habían reflejado el dolor que estaban viviendo, en aquel instante brillaban de optimismo e ilusión. Los abuelos regresaron a sus casas y el matrimonio, agarrados de la mano, a la habitación.

            Por la mañana, María recibió el alta médica, pero antes de abandonar el centro hospitalario, se dejaron caer por la zona de Neonatos para ver al benjamín de la familia. Allí, les informaron de que estaba respondiendo bien a la medicación, y que por la tarde la mamá podría entrar unos minutos para estar con él. Era la mejor noticia que podían recibir ese día de Navidad. En ese instante se acercó el sacerdote que el día anterior había estado con María. La miró a los ojos y supo que el milagro de la Navidad se había producido.

            – Hija, te dije que confiaras. –Ella movió la cabeza y sonrió–. ¿Ya habéis decidido qué nombre le vais a poner?

            – Creo que mi marido estará de acuerdo conmigo en que Jesús sería el nombre perfecto –explicó, observando la reacción de José. Éste asintió mientras abrazaba a su mujer.

            - En la vida hay que creer en algo. Siempre –opinó. Su rostro era amable–. Me alegra saber que todo ha salido bien. Ese niño va a ser fuerte como un roble.

            Los padres se rieron y regresaron a casa. Jesús tendría que quedarse un tiempo en el hospital pero eso era lo de menos. Habían estado a punto de perderlo para siempre, pero ahora sabían que era un luchador, igual que ellos, y dentro de poco recuperarían el tiempo perdido. Solo tenían una pena, y esa era saber que alguien había tenido que dejar este mundo para que su pequeño pudiese vivir.

10 comentarios:

  1. Qué triste! Y sí, llamándose la madre María y el padre José, no sé cómo no se les ocurrió antes el nombre ;) A esperar más relatos de Sandriña!

    ResponderEliminar
  2. Gracias, querida Laura. Un beso

    ResponderEliminar
  3. Sandra un original y precioso relato.

    ResponderEliminar
  4. No puedo negar la belleza de cómo escribe y el hilo secuencial de los acontecimientos esperados. La felicito. Me encanto su manera de contar.

    ResponderEliminar
  5. Precioso tengo un nudo en la garganta

    ResponderEliminar
  6. Gracias a todos por leer y comentar los relatos del Cibertaller :)

    ResponderEliminar
  7. Increíble relato, mi gran amiga. Precioso👍👍👍👍

    ResponderEliminar
  8. Triste, pero esperanzador. Y con un gran mensaje.
    Enhorabuena, Sandra.

    ResponderEliminar