martes, 17 de octubre de 2017

Especial Halloween 2017: Otra vez... Halloween (Carmen Estrada/ Grupo B)


No podía dormir, todo el mundo estaba con la fiesta de Hallowen metida en la cabeza. Disfraces, decoraciones, calabazas, esqueletos… Había optado por recluirme en el silencio de la noche para leer. No me habían invitado, tampoco pensaba ir, pero estaba viviendo todos los preparativos como si formara parte de ello. ¡Mis hermanas y sus amigas me estaban volviendo loco! Rehusaba ese tipo de celebraciones, me parecían absurdas.  “Es un caso perdido”, se decían entre ellas, tachándome de aburrido y rancio, mirándome como si viniera de otro planeta; así que pronto dejaron de insistirme con sus rebuscadas e insistentes invitaciones. Todos los años se repetía lo mismo.

Miré por la ventana y observé el color dorado de la luna que emergía entre nubes amarillentas, abriéndose paso desde otras más umbrías; convertían aquella oscuridad en el principio de una película de miedo, de ésas de antes, en blanco y negro. Hasta podía escuchar la música siniestra, el chirrido de la puerta. Recordé como de pequeño me aterrorizaban, las veía escondido desde mi habitación, pero lo que más me asustaba era rememorar sus imágenes. Todavía conservo nítida en mi mente la figura de un hombre ensangrentado que, andando a gatas, aparecía entre las cortinas del pasillo que daba a mi cuarto, y que volaban abriéndole paso. Aún dudo que fuera un sueño, tan real y angustioso fue para mí. Los monstruos me perseguían durante días y siempre miraba con precaución antes de entrar en cualquier habitación oscura apresurándome a encender la luz, no fuera a suceder que, oculto entre las sombras, quedara algún espectro engendrado por mi recalcitrante imaginación.

 Sonreí imaginándome lo que en un par de días serían las calles a esas horas, repletas de zombis tambaleantes, hermosos y pálidos chupasangres, algún drácula tradicional desorientado, estilizados y terroríficos hombres lobo, y esos abundantes personajes que pululaban por las modernas películas actuales. Prefería los clásicos. De nuevo, no pude evitar una sonrisa al  imaginar a Mary Shelley ideando su espeluznante Frankenstein o a Bram Stoker ofreciéndonos la idea inmortal del vampiro por excelencia.

En medio de toda esa vorágine de adultos vestidos de ficción, se dejaban ver familias enteras acompañando a sus vástagos en el “truco o trato”, costumbre que en los últimos años se había popularizado en nuestra vecindad. De verdad, que no sé qué me daba más miedo: si aquellas pequeñas criaturas con sus ojos suplicantes; o los mayores, con esa osadía que nos da el sentirnos anónimos bajo capas de maquillaje y telas que nos enmascaran  y transforman en desconocidos hasta para nosotros mismos. Desconocidos, capaces de cualquier locura en una noche en la que todo es posible.

Volví a mis letras. Curioso que estuviera enfrascado en historias de otro tiempo, en medio de sepulturas o majestuosos sepulcros, cuyas estatuas, de una belleza sobrenatural, cobraban vida y venganza a los vivos, que creían tener el poder de retar a la muerte. Becquer y sus leyendas. Lecturas de otros tiempos, que me traían recuerdos de aquellos miedos de niño.

Sin poder evitarlo, me vi inmerso en medio de una neblina espesa, de un gentío extraño y variopinto, envuelto en capas negras, vendas raídas que dibujaban cuerpos inertes, levitas de antaño e insólitos sombreros de copa decimonónicos, altísimas Morticias de perversos y sangrantes labios encarnados, encorsetadas vampiresas con largos y sugerentes vestidos de época. Creo que estaba en una fiesta de Hallowen, si así fuera ¿qué clase de fiesta era y cómo había llegado a ella?

Eché un vistazo a mi alrededor y vi una barra al fondo atendida por esqueletos fosforescentes que servían copas y bebidas sin parar. Del techo caían dramáticas telarañas que parecían querer atrapar, en calma y en silencio, a cada uno de los visitantes de aquel extraño mundo en el que me había internado. En las paredes se abrían corroídos ataúdes, ofreciendo un mullido y aterciopelado descanso a quien se arriesgara a sentarse en tan peculiares sillas. Todo el espacio estaba iluminado por velas encerradas en calabazas de distintos tamaños que esparcían sombras por todo el espacio circundante; y al fondo, en lo que parecía una gran pantalla, se proyectaba una espectacular ventana por la que una luna gigantesca asomaba y prestaba su luz, lívida y blanquecina, en contraste con la calidez anaranjada de las agujereadas calabazas. A lo lejos, las cruces y panteones de un antiguo cementerio eran testigo de la diversión insensata de un montón de personas que olvidaban que, en esa noche de difuntos, un invitado especial se paseaba entre todos los asistentes a las mil y una fiestas que adornaban el planeta. La muerte se paseaba entre ellos, buscaba candidatos a su mortal festín; aquella noche más que ninguna otra, y se divertía, pálida y siniestra, mezclándose con aquellos que tenían los días contados, las horas quizás.

En el otro extremo del enorme salón, una historiada mesa cubierta con un mantel bordado, e iluminada con recargados candelabros, ofrecía toda clase de manjares, tanto dulces como salados, sus formas eran extravagantes, y para mi nada apetecibles, puesto que reproducían cerebros, dedos cortados, cócteles de ojos ensangrentados, trufas en forma de arañas de largas patas, lápidas de chocolate, galletas fantasmas y un largo etcétera de bocadillos y aperitivos que repetían motivos asociados con la temática de la fecha. Quizás fuera verdad que no tenía mucho sentido del humor.  Había gente ya alrededor de la mesa, menos selectos que los que me sorprendieran en un primer instante; más famosos, eso sí: Fredy Kruegger conversaba alegremente con Jason, que había abandonado su motosierra encima de la mesa. Al lado, unas cuantas niñas del exorcista reían a carcajadas las gracias de un apuesto sacerdote que parecía estar eligiendo a cual de ellas exorcizar. Por el otro lado, se aproximaban Pennywise, el perturbador payaso de Stephen King, y el larguirucho y anodino Slender Man para unirse a un grupo de siete brujas de largas melenas pelirrojas que acababan de dejar sus escobas en el lateral de la entrada, en un lugar que se había dispuesto para este tipo de vehículos. Todo estaba pensado. Me daban ganas de acercarme a comprobar si eran de verdad.

Un gato negro de grandes dimensiones y ojos luminiscentes  presenciaba toda la escena desde lo alto de un altavoz que reproducía el aullido escalofriante de los lobos. Su presencia felina me hizo recordar a Edgar Allan Poe. Me resultaban más familiares sus relatos que aquella retahíla de personajes de películas que no había visto y que se exhibían en distintas pantallas repartidas  por toda la estancia.

La zona de los servicios se había habilitado como la entrada a una cueva y, según pude observar, cada vez que alguien se internaba en ellos una banda de murciélagos salía chillando despavorida; un efecto de luz y sonido bastante llamativo y bien conseguido. No conocía aquel lugar, si era una sala de fiestas, debía ser toda una novedad, tampoco era capaz de situar el cementerio que se veía a través del ventanal y que concentraba toda mi atención desde que me di cuenta de que no era una proyección. No parecía tener grandes dimensiones, sin embargo, la vista no alcanzaba su fin, se disipaba  en un mar de niebla que rescataba contornos pétreos de ángeles protectores y grandes panteones sobresalientes entre las numerosas cruces repartidas por sus distintas calles.

La verdad es que no me sentía nada tranquilo en aquel ambiente donde nadie era quien parecía ser sino que representaba esa parte oculta que todos tenemos dentro y que, sin duda, nos hace elegir a uno u otro personaje para disfrazarnos; al menos, eso es lo que pienso. Todo aquello que nos lleva a hacer una elección en nuestra vida representa algo de nosotros mismos. Además sentía la incómoda sensación de ser observado. Una sensación que me perseguía ya desde hacía un rato.  Me detuve en medio de la multitud, y observé a uno y otro lado por encima del hombro, pero no vi nada extraño, así que continué mi camino.

Varias personas, me saludaron, y me felicitaron por el atuendo que llevaba y del que yo ni siquiera era consciente. No lo había pensado, efectivamente debería ir vestido de alguna manera que no desentonara para estar allí. No me gustaba llamar la atención, eso me disgustaba profundamente, así que, busqué mi reflejo en el cristal y me sorprendió la imagen que me devolvía ¿Ése era yo? Woooooow el cazador de bestias de Bloodborne… No me lo podía creer, ahora estaba seguro, tenía que ser un sueño. Era el cosplay que había pensado llevar para el próximo Salón del Cómic Manga. Tuve que desecharlo porque si quería que quedara bien, sobrepasaba con creces mi presupuesto. 

Nunca me hubiera imaginado así, era terrible, embozado, cubierto con sombrero y levita victorianos, a la manera y época del juego al que había estado jugando horas y horas. Salpicado de sangre por todas partes. Bua sólo me faltaban las armas, aún sin ellas parecía invencible, ojalá me sintiera así día a día. Ahora sí que no me extrañaba que me persiguieran las miradas, aunque lo que no esperaba era darme de bruces con Michael Mayers al volverme, sin embargo no consiguió amedrentarme con su inquietante mirada y su no menos amenazante cuchillo, me sentía imponente, le miré con descaro y aún ganándome en altura y peso, simplemente le aparté para abrirme paso.  Al dejarlo atrás escuché “buen disfraz, amigo”. Empezaba a gustarme esa fiesta.

Seguía con mi idea de acercarme al cementerio para curiosear entre las tumbas. Son lugares que han llamado siempre mi atención, dicen mucho de las culturas y de las personas, ahora incluso se hacen visitas guiadas a algunos de los más famosos; algo que solo había hecho a la luz del día y acompañado. En una ocasión, realizando fotos para un trabajo, hum, aquello era diferente, todo ese mundo había aparecido de la nada para mí y me sentía el protagonista de la historia. Al atravesar la fiesta me crucé con otros invitados que entraban, entre ellos me pareció distinguir al mismísimo Neil Gaiman, que con una inclinación de cabeza me saludó, y sin más se unió a la aglomeración que iba en dirección a la barra. Tengo guardada como un tesoro la adaptación gráfica de su novela “El libro del cementerio”. Un buen regalo de esos con los que de vez en cuando te sorprenden los amigos.

Me sentía audaz, noté el frío de la noche que se colaba entre mis gruesas ropas, la humedad pesada de la niebla, y el silencio que colmaba las sombras. Aún había gente que venía a la fiesta y eso que no faltaba mucho para la medianoche… Medianoche, ¿qué pasaría cuando dieran las doce? No podría afirmar que estuviera en el lugar indicado para ese momento. A pesar de ello, continué mi camino, marcado por una hilera de cipreses que desembocaba frente a una  alta reja culminada con una sencilla cruz, que esperaba entreabierta, casi invitándome a entrar. La situación del cementerio en un alto permitía avistar la fiesta con la singular impresión de haber dado un paso atrás en el tiempo. La música resonaba y se extendía también por la superficie gélida y desolada de las tumbas. Percibí que algunas personas me miraban desde el enorme ventanal con curiosidad.

Me sumergí en la niebla, encendí la linterna, a pesar de la luz sobrenatural que iluminaba el lugar, y les puse cara a esos ángeles que salpicaban aquí y allá algunas de las tumbas; otras, de corte más romántico, reproducían escenas de lamento con un realismo impresionante y una gran teatralidad, sus protagonistas se dejaban caer dolientes sobre extensas sábanas, llenas de pliegues, que sobresalían de entreabiertos sepulcros en un llanto que acompañaría a los fallecidos durante toda  su eternidad.

Sonó la primera campanada y fue como si se detuviera el reloj, la vibración y el sonido que salía de la celebración cesó, las risas quedaron congeladas y pude ver como un montón de rostros, sorprendidos, expectantes, asustados, se agolpaban tras el cristal del ventanal, pendientes de lo que allí fuera a ocurrir. No podía dejar de mirarlos mientras cada una de las doce campanadas resonaba en mi cabeza y, entonces como si de un cambio de escenario se tratara,  los colores, negros, grises, ocres, amarillos,  adquirieron protagonismo, en contraste con la viveza de los disfraces y de la propia sala de fiestas: la realidad a mi alrededor se había convertido en una escena de comic a la que, poco a poco, se fueron incorporando los espíritus que habitaban aquel cementerio.

Esqueletos que cobraban vida y asomaban entre las tumbas, se recolocaban en sus antiguas ropas, se ajustaban sombreros, guantes o zapatos. En principio, me miraron con rareza como si no formara parte de ellos, y así era, sin embargo en seguida me invitaron a seguirles, y en la explanada central, a la que acudían todos, ya se había reunido lo que parecía una orquesta muy dispar, los atuendos y los instrumentos me hacían deducir que había demasiadas diferencias entre unas épocas y otras, gustos musicales, algo que no parecía importar, la música empezó a sonar todos a una, por muy imposible que pareciera, y aquello se convirtió en un inesperado baile de difuntos, lleno de humor y concordia. Nunca había bailado de esa manera, ni participado en algo semejante. Era sorprendente ver y sentir las caras huecas, los huesos desnudos y sus descarnadas sonrisas de dibujo animado pero también las translúcidas almas de los que, supongo eran muertos más recientes y se colaban entre todos los demás que parecían tener una mayor consistencia física. El choque entre huesos resultaba escalofriante y divertido, la música lúgubre y bulliciosa, todo a la vez. Era su noche y solo querían disfrutar.

A lo lejos empezó un desfile grotesco de humanos disfrazados que llevados por su morbosa curiosidad se aproximaban al lugar en el que se celebraba velada tan singular. Las momias, los vampiros, todos aquellos personajes de película que antes me perturbaran eran bien recibidos a participar de la fiesta de los muertos donde ya nada, ni nadie estaba fuera de lugar.

Cada uno de ellos al entrar en el cementerio se convertía también en un dibujo de comic en tres dimensiones en las que el color les dotaba de la vida que les faltaba a los anfitriones de la fiesta, grises y oscuros; así de la mano unos y otros, vivos y muertos se unían en la celebración de una peculiar noche de difuntos, disfrutando, riendo, bailando.

No me sorprendió intuir al fondo, apoyada en la verja de entrada, una figura singular, delgada y alta, cubierta con una larga capa y excepcional  capucha que solo dejaba ver una nariz pálida y afilada. No sé si fue el disfraz o mi propia osadía la que me llevó a acercarme hasta ella y preguntarla si no se unía a la fiesta. Me contestó con una voz metálica de ultratumba que aquel no era su mundo, que era el único lugar en el que no podía intervenir porque ella no era dueña de lo que una mente humana puede imaginar; podría interrumpirlo para llevarse su alma pero los sueños solo podía contemplarlos y formar parte de ellos, si así lo sugería la persona que soñaba:  “Y tú, soñador de esta noche, no me has dado lugar en la diversión, sólo has concebido esta conversación entre un cazador de bestias y la muerte. Los demás asistentes no tienen interés para mi, son solo humo bajo sus ropas; tú eres real y puedo verte sentado en la mesa de tu habitación. Te has quedado dormido sobre el libro que estabas leyendo, te has dejado llevar por todos esos pensamientos que la propia lectura y la fiesta de Hallowen, que tanto te incomoda, han engendrado en tu cabeza, y has creado tu propia fiesta. Yo solo estoy de paso”. 

Al escuchar sus palabras, me di cuenta que era yo mismo el que conjuraba a mis fantasmas, esos dichosos recelos hacia las fiestas de Hallowen estereotipadas y ñoñas. Lo que ocurría es que nunca había tenido la oportunidad de protagonizar ninguna y aquello solo era una representación de lo que me hubiera gustado vivir . Aunque fuera un sueño, no dejaría de aprovecharlo, me dije a mi mismo, mientras el ulular de un búho animado me alentaba a unirme de nuevo al jolgorio.

Me hicieron hueco en el corro que se había formado alrededor de un grupo de esqueletos ¡bailando rap! el intercambio de huesos resultaba impactante, más de uno volvería a su tumba con varias piezas menos y alguna que otra intercambiada; ya entre ellos se arreglarían. Los demás los coreábamos y, aplaudíamos sus audacias, entablándose una especie de competición con algunos de los vivos que se sumaron a la realización de acrobacias rivalizando con ellos, nunca podrían igualar aquellos movimientos e intercambios óseos tan escalofriantes y divertidos.

Una sensación envolvente empezó a dominar mi cuerpo, subía y subía, las imágenes de la fiesta, la música, sus personajes empezaron a alejarse hasta que un fundido en negro llenó mi mente y desperté, dolorido por la postura, delante de mi libro, aunque el verme en el espejo vestido con un disfraz de cazador de bestias me hizo pensar que fuera otra la razón…


11 comentarios:

  1. Muy buen relato, Carmen! Me ha gustado esa particular fiesta jajajaja

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  2. Precioso relato Carmen. Original y distinto. Muy bonito

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  3. Buena ambientación y original enfoque. Felicidades.

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  4. Gran relato, Carmen. Me ha gustado mucho! Enhorabuena!

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  5. Gracias, Carmen. Me ha gustado mucho tu relato. Es original e intrigante. Un saludo.

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  6. Gran sueño o ¿mejor pesadilla? Felicidades, Carmen.

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