domingo, 29 de octubre de 2017

Especial Halloween 2017: Noche de muertos (Dolors López/ Grupo A)



No existe cosa que más me enoje que interrumpan mi trabajo. Suelo aprovechar las últimas horas del día, cuando el ocaso advierte su presencia para escribir. El aire fresco que se cuela por el gran ventanal de mi habitación me despierta todos los instintos adormecidos durante la letanía del día. Ya sea verano o invierno, el fresco de la noche renueva mis sentidos para empezar con más ímpetu el enfrentarme con una hoja en blanco. La niebla espesa y húmeda de este otoño que castiga mis huesos avejentados delata cierto misterio y tristeza a mi hogar. Vivo entre árboles, en medio del bosque, en una vieja casa qué, por esas cosas del destino, encontré en el peor momento de mi vida. Describirla en una palabra sólo tiene un calificativo: fantasmagórica, quizás me atrajo la decrepitud de su fisonomía, ventanas roídas por el tiempo, puertas desgastadas por el viento y la lluvia, la madera de sus paredes dentelladas por el olvido. La penumbra que proyecta sobre las hojas caducas de este otoño huraño y sombrío se desdibuja en espectros que huyen por el bosque temerosos de ser aprehendidos. Igual que mi alma huidiza y gris, ajada y contaminada por la desolación. En este contexto de podredumbre anímica, entre tristeza y silencios escribo cada día, desde que decidí que esta casa formase parte de mí. Su jardín abandonado contempla un pequeño estanque de cuyo puzle de azulejos minúsculos no encajan entre sí. La joya de la corona es un obelisco culminado en una cruz de piedra gris y mortecina, cuyos brazos es el consuelo de los cuervos.

Llaman a la puerta, es extraño nadie se acerca por estas lindes, diez kilómetros me separan de la casa más próxima y cinco más del pueblo más cercano. La soledad en la que se esconde la casa es la que necesito yo, para decidir que quiero de mi vida. Mientras bajo la escalera desdentada en algunas de sus partes, para saber quién llama, el murmullo de las tuberías se hace notar con un gorjeo de ruidos indefinidos. Tras el cristal opaco de la puerta de entrada se distingue la figura de alguien con capa y sombrero de ala ancha, eso me desconcierta. —No espero a nadie, nadie sabe que estoy aquí, —me digo en voz alta— mientras me reflejo en el espejo empañado por una neblina de polvo acumulado por el tiempo. Cuánto más me acerco a la puerta mi asombro y mis miedos afloran. No lo puedo creer, un hombre vestido del siglo XVII con un florín engarzado a su cintura me saluda.

—Buenas noches, linda dama, —me replica—, soy Don Juan, el Tenorio

—¿Es una broma?, ¡ahh, noche de difuntos!, —contesto.

—Se equivoca, mi señora, soy quien digo ser. Venía a ofrecerle la bienvenida a nuestro encantado bosque.

—No puede ser, usted nada más es un personaje de obra de teatro, en concreto de José de Zorrilla.

—Piense lo que desee, mas la verdad es una y es la que está en la puerta. Si precisa cualquier menester solo tiene que invocar mi nombre y espada en mano la ayudaré. Buenas noches de ánimas perdidas.

Me quedo sin más, con la palabra en la boca mientras se confunde en la espesura del bosque. Mis manos tiemblan y mis piernas titubean para alejarse de la puerta. Intento calmar mis nervios, hostigando a la mente que argumente lo que acabo de vivir. Cinco minutos después una vez normalizada la respiración acelerada por la visita, intento apartar de mi cabeza los momentos previos y vuelvo a mi despacho. Procuro retomar el texto que escribo allá donde lo dejé, pero las imágenes del caballero se repiten machaconamente. Un timbrazo ensordecedor me retrotrae a la realidad, es el teléfono que repica incesante ser escuchado. Una voz en off recita:

«Hay cementerios solos,

tumbas llenas de huesos sin sonido,

el corazón pasando un túnel

oscuro, oscuro, oscuro,

como un naufragio hacia adentro nos morimos,

como ahogarnos en el corazón,

como irnos cayendo desde la piel del alma ».

Reconozco los versos son de Neruda de su poema Sólo la muerte. Asustada pregunto quién es, pues a nadie le he dado este número. —¿Quién es?, responda por favor, —contesto con la voz ahogada en un grito.

—¿No me recuerdas?, te creía más inteligente, —responde la voz en off con sorna.

—¿Qué quiere? ¿Quién es?

—«Hay cadáveres,/hay pies de pegajosa losa fría,/hay la muerte en los huesos,/como un sonido puro,/como un ladrido de perro,/saliendo de ciertas campanas, de ciertas tumbas,/creciendo en la humedad como el llanto o la lluvia ». —replica, colgando el teléfono.

No me puedo creer lo que me está sucediendo. No es posible, han vuelto las alucinaciones, será eso lo que me está pasando. No encuentro explicación alguna, la medicación me la estoy tomando. Quizás sea un sueño, me pellizco para comprobarlo. No es un sueño, de eso estoy segura. Un baño me relajará y podré poner cordura a tanta locura. Quizás…

Mientras me desnudo, el grifo de la bañera chirría quejándose de su antigüedad, es de los años 20 igual que la casa, enmarcada en una postal de misterio. Así soy yo misteriosa y una incógnita. Los sueños me persiguen desde que era una niña y una noche como está sucedió lo peor que pude vivir. La bañera se cubre de agua y espuma, es del gel con aroma a vainilla. Curiosamente mientras entro en ella, la vainilla huele diferente, cierto olor a petróleo se concentra en el aire, queroseno quemado. No, no es eso, es la muerte cuando se incinera en un horno de inducción. Ese hedor, me recuerda cuando frente a la incineradora crepitaban los huesos de Peter. Tenía doce años y Peter, mi amigo, trece. Junto a mí el resto de amigos que formábamos aquel grupo: Tina, Paul y Lily. Intento abrir los ojos para no recordar el momento, pero delante de mí el espectro de Hemingway, con un agujero en la sien, sonrisa entrañable y su barba nívea perenne al tiempo. No me lo puedo creer, me estoy volviendo loca de verdad.

El mundo es un buen lugar por el que vale la pena luchar, —dice con un tono agrio y espiritoso.

—¿Y me lo dices tú, un alcohólico suicida?, —le contesto con toda la rabia acumulada en el cuello de mis venas.

—Redime tu culpa, —y desaparece ante mis ojos.

No puedo más, esto es una pesadilla, en mi mente aquella noche de muertos veinte años atrás cuando decidimos todos los amigos, pasar la noche disfrazados de vampiros y zombis en el cementerio del pueblo. Habíamos decidido pasar una noche de aventuras encubierta en la nocturnidad y el misterio que ofrecían las tumbas, con esculturas de piedra y mármol. Ángeles petrificados en un rictus de compasión y plañideras cinceladas a golpe de escarpa por lágrimas jamás sentidas. Y en la frialdad de nichos de pobres samaritanos aletargados en un agujero sin salida.

Nos reunimos ante la reja que custodiaba la entrada del cementerio, Peter, Tina, Lily, Paul y yo. Cada uno íbamos disfrazado de nuestro personaje de libro de terror. Peter era un Drácula de Bram Stocker pueril y tiznado de sangre; sus colmillos eran una caricatura disfrazada de miedo. Tina era la niña del Exorcista, su cara era un fiel reflejo de la maldad con sus mechas de rubio tornasolado con hebras de grises, su boca pura espuma desdibujada por maquillaje blanco. Lily y Paul optaron por lo fácil, rasgarse las vestiduras de zombis, la palidez de sus caras se confundían con el plomizo de la niebla y su caminar ralentizado por el frío del otoño. Yo me decidí por Berenice, la bella del cuento de Allan Poe, vestida con un camisón de batista grisáceo como las nubes del cielo que nos cubrían. Alargué mis dientes con unos postizos de plástico y la palidez de la cara era de origen ante el miedo que atenazaba mis huesos y, reconvertía mi cuerpo en estado epiléptico. Vacié mis pupilas con lentillas de quita y pon; ensombrecí mi melena con mechones de tinte ennegrecido con carbón de chimenea. Mi delgadez acompañaba al personaje.

Ensueño ese momento cuando los cincos con el miedo agarrado a nuestras manos, avanzábamos entre las tumbas hasta aquella que nos esperaba, abierta y profunda, horadada en la tierra y envuelta de ortigas pendencieras. Una vez ante ella, invocamos al diablo y sin saber cómo ni porqué, Drácula, Peter cayó en el foso. Asustados intentamos sacarle, pero la profundidad, la oscuridad y el miedo eclipsaron nuestro entendimiento, dejándonos catatónicos ante la situación.

Un temblor de tierra acompañó el momento en el que se precipitó el terreno enterrando a Peter. Huimos despavoridos, y refugiados cada uno en nuestras casas, despertamos al día siguiente con la noticia de la desaparición de Peter. Un pacto de silencio se estableció entre nosotros. Tres días después apareció, Drácula descompuesto por los gusanos y roído por las ratas.

Una imagen se me clavó en mi retina, Peter ardiendo en el infierno.

Con los años, cada uno de nosotros hemos pagado nuestra culpa de silenciar lo que nuestros ojos vivieron. Tina murió en manos de un novio maltratador. Paul, en una reyerta de bandas callejeras; Lily encontró su final por el exceso de velocidad en una carretera rural. Y yo tiento una y otra vez la muerte, sin todavía obtener resultado. Aquella noche de muertos la maldición del cementerio inició su peregrinación por nuestras vidas, para ser cumplida de principio a fin.

El agua de la bañera se ha enfriado mientras medito todo ello; las sombras de los muertos danzan alrededor de este aljibe con patas de león doradas. Don Juan se acerca a mis labios con un beso gélido. Hemingway se ríe de la flacidez de mi cuerpo mientras me apunta con una pistola imaginaria disparando a mi cabeza. Drácula muerde mi cuello hincando su frenesí en gotas de sangre mientras, balbucea: «Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas»

Sin más, mi corazón se acompasa al silencio mientras un vómito de sangre exuda de mi boca, es la víbora de la culpa, encerrada en mi estómago que lucha por salir y envenenar mi alma. Mis dientes se dispersan por el suelo pétreo del baño. Los cóncavos de mis ojos se vacían de miradas y recuerdos. Con lentitud alargo mi mano al cuello, donde los incisivos de Drácula ahondan la muerte y acepto su proposición de aliviar mis penas en un sepulcro.

Por fin, la tentación se hace realidad y mi noche de muertos se abstrae a ella. Cuando al alba, entre el agua ensangrentada mi cuerpo yace inerte catapultada al olvido.

13 comentarios:

  1. Sublime. Sabes que me gusta mucho tu forma de escribir. En esta ocasión has acertado con el relato escogido para Halloween. Me has puesto los pelos de punta. Enhorabuena, Dolors. Un abrazo enorme.

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  2. Muchas gracias, Merche, gracias de verdad.

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  3. Madre mía Dolors, magnífico, me has dejado con los pelos de punta. Felicidades, esa casa en medio del bosque alejada... Muy muy bueno!!

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  4. OSTRAS!!! Casi me muero de miedo, Dolors. Buffffffffff...
    Besos, linda.

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  5. Tremendo el juego entre la tensión y la riqueza intimista. Has reunido varios clásicos y los has renovado con ese toque emocional que manejas con tanta soltura. Enhorabuena.

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  6. Menuda tensión sin pausa. Me encanta, Dolors. Enhorabuena!

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  7. Muchas gracias, Iván me ha costado no creas. Gracias.

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  8. Esta genial, Dolors. Muy bien llevado hasta el final. Creo que hoy no me daré un baño, con eso te lo digo todo

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  9. Me encanta tu manera de escribir, Dolors. Como, poco a poco, nos vas introduciendo en el mundo de la protagonista, de sus recuerdos e inquietudes, desde un ambiente en el que la tensión nos acompaña hasta el final. Fantástico

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  10. Admiro cómo escribes y tu forma de relatar las cosas, mi enhorabuena Dolors!

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