miércoles, 8 de noviembre de 2017

La playa de los objetos perdidos (Iván Gilabert/ Grupo C)



—Abuela, ¿me llevarás algún día a tu playa?

—Cariño mío, no creo que tu abuela pueda volver allí. El tiempo es una breve cuenta atrás para mi débil corazón.

—No te preocupes, yo te llevaré, abuela. He aprobado el examen y ya tengo el carné de conducir. En cuanto mejores, iremos las dos juntas a tu playa preferida. Pero tómate el té, ya son más de las cinco y aún no has bebido nada, se va a enfriar.

—Gracias, mi vida.

—¿Cuál es el tesoro más bonito que has encontrado en esa playa, abuela?

—Fue hace mucho tiempo. Tu madre era una mocosa como tú de pequeña y yo luchaba cada día para poder traer algo de comida a casa. Eran tiempos duros para todos. Esa semana fue mala, difícil, como casi todas las que precedieron a la muerte de tu abuelo. Hacía más de seis meses que se había marchado para siempre. La lluvia que cayó durante todos los días de esa semana fue la banda sonora perfecta para otra película antigua, oscura, demasiado gris y apagada. Recuerdo que era viernes, tu madre me esperaba en casa de la vecina y yo escapé al salir del trabajo, huyendo, como siempre que necesitaba respirar, hacia las costas de Land’s End, para encontrarme de nuevo con el sabio silencio que acompañaba a la soledad del lugar, acompasado por el monótono rumor de las olas que te hacen olvidar, por el olor a mar que te lleva al pasado y por la brisa salada que se pega en la cara y te limpia las penas. Solo quería pasear envuelta bajo el embrujo de aquel lugar, respirar hasta llenarme de vida, caminar y buscar esos tesoros que habitan en el olvido y que las corrientes del norte llevan, tarde o temprano, hasta la playa de los objetos perdidos. Allí he encontrado muchas riquezas de las buenas, de esas que tienen de todo menos valor económico: cocos provenientes de lejanas y calurosas islas caribeñas, maderas de deriva retorcidas con formas imposibles que hacen que te duela el alma y que han viajado miles de kilómetros surfeando las olas, extrañas y bellas piedras cinceladas por el mismísimo Poseidón, conchas marinas dignas del ajuar de la reina de las sirenas… Pero el mayor de los tesoros, el que iluminó mi alma como si fuera una antorcha prendida en mitad de la fría y oscura noche, fue este. El destino quiso que fuera aquel día gris y nublado como mi mente, y triste como la despedida más amarga, cuando encontrara el regalo más preciado que hubiera podido recibir jamás y que he guardado hasta hoy con inmenso cariño. Nadie sabe de su existencia, ni siquiera tu madre; y ahora, querida mía, te lo regalo para que lo guardes en su caja, sin abrirlo, hasta que te diga que lo hagas.

—¿Qué hay dentro de esta caja? ¿Qué fue lo que encontraste, abuela?

—Todavía no, cariño. Llegará un día, y creo que no será muy tarde, en el que te dejaré abrir esa caja y compartiremos mi tesoro. 

 

Tan solo dos días después de mantener aquella conversación con mi abuela, salí del despacho que el abogado de la familia tenía en el centro de Penzance. Mi abuela murió ayer por la noche y habíamos ido a escuchar sus últimas voluntades. Me había dejado una carta escrita para mí.

Salí a la calle, busqué un banco donde sentarme y empecé a leer mientras las lágrimas no dejan de caer:

“Te lego a ti, mi querida nieta, Susan, la tarea de esparcir mis cenizas en la playa de los objetos perdidos, en mi playa. Pero antes de dejarme volar libre, quiero que te sientes mirando hacia el mar, justo en la roca situada en el centro de la playa, la que tiene forma de sirena, y abras la caja que te di, la que contiene el más preciado tesoro que jamás he poseído y que ahora también será tuyo para siempre. Te quiero, mi niña.

Tu abuela,

Ellen McGregor.”

 

Y aquí estoy dos días después de la muerte de mi querida abuela, paseando descalza por la fría arena, sintiendo el agua helada en mis pies desnudos, llevando a mi abuela en brazos para cumplir su último deseo. Ahora entiendo por qué amaba esta playa, su silencio, su paz. Ya veo la roca, es inconfundible. El perfil de una sirena se dibuja sobresaliendo de la negra arena y rodeada de infinidad de objetos perdidos. Me subo a ella, y me siento mirando hacia el mar, encarando al horizonte, donde veo las olas cabalgando entre rizos de espuma blanca. La brisa es salada, consistente y pegajosa, pero me gusta. Noto su salazón en mi paladar y eso me hace sentir parte de este lugar. Quiero ver ya el tesoro de mi abuela. Abro la caja y el viento aúlla aún más fuerte, acompañándome en este final de trayecto. En su interior hay una botella de cristal, esbelta, muy vieja, apenas translucida, y que me recuerda a los antiguos anuncios de algunos famosos refrescos. A su lado hay una hoja muy vieja y desgastada, protegida por una funda de plástico transparente. Al lado, otra hoja, más nueva, de papel actual y escrita por mi abuela. Reconozco su perfecta y pulcra letra cursiva sin dudarlo.

—“Querida Ellen, gracias por estar aquí sentada, en la que ahora ya será nuestra roca, la misma en la que yo he pasado cientos de horas mirando hacia el mar, hacia ese horizonte que tienes ahora mismo delante y susurrándote al oído secretos inconfesables que solo tú sabes. Quiero que leas la otra hoja, la más antigua. Hazlo en voz alta para que yo también pueda oírte. Cuando acabes, debes guardarla de nuevo y tratarla como el mayor tesoro que tu abuela ha tenido. Como broche final a nuestro último ratito juntas, quiero que esparzas mis cenizas en el agua. Entonces ya sabrás por qué, mi amor. Te quiero y te querré siempre.

Tu abuela,

Ellen McGregor”

 

Mis lagrimas no me dejan ver. Una cortina salada escuece en mis ojos. Son momentos vividos con mi abuela que se escapan para no volver y que no me dejan leer seguir leyendo. Su recuerdo colapsa mi mente y tengo que concentrarme para poder llevar a cabo su última voluntad. Me limpio y me sueno, con los ojos rojos por las lágrimas sazonadas por la brisa marina. El papel es muy viejo y la letra difícil de leer, parece añeja y retorcida. Me concentro y comienzo a leerlo:

—“Todo ha ido de mal en peor. Tenía que haberte hecho caso. Desde el principio, todo ha sido difícil, complicado y duro, muy duro. Nada más poner un pie en el barco ya estaba arrepentido de haberte dejado. Los marineros de tercera clase estábamos hacinados como animales mientras que, los de arriba, los señoritos de primera clase, disfrutaban de sus paseos agradables por cubierta. No tenía que haberme embarcado. Tenías razón, Ellen, amor mío, no es lo mismo ser pescador que ser marinero. Aquí no pintamos nada. Dejé de ser capitán de mi barco para ser un bulto sin honor. Solo recibimos órdenes de ineptos marineros de ciudad. Se veía venir. Se mascaba la tragedia y al final, ha sucedido. Hace poco hemos chocado con un iceberg que ha roto parte del casco de proa y el barco se va a ir a pique en menos de una hora. Debo intentar salir de aquí pero no nos dejan subir a los botes salvavida. Los están arriando casi vacíos y ocupados solamente por los ricos acaudalados con pasaporte de primera. Esta noche fría y oscura va a tragarse a muchos hombres, mujeres y niños de tercera, por el simple hecho de ser pobres. Intentaré sobrevivir para volver a casa, con nuestra pequeña, pero si no lo logro, si muero en las frías aguas del Atlántico Norte esta noche, quiero que sepas que te amo. Hace frío, amor mío. Las estrellas tintinean mientras observan nuestro fin. El aire huele a hielo, a muerte y transporta cientos de gritos con él. Apenas siento los dedos. Acabo ya esta carta antes de que no pueda escribir más. La meteré en una botella de cristal, y la arrojaré al mar para que las corrientes la lleven hasta nuestras costas. Espero que su viaje sea rápido y acabe en nuestro rincón, en la playa de los objetos perdidos. Rezo para que algún día la encuentres, la leas y sepas que has sido mi vida, mi tesoro más preciado y que mi último pensamiento ha sido para vosotras dos. Os quiero ahora y siempre.

Orson McGregor, marinero de tercera del RMS Titanic.

14 de abril de 1912”

 

Bajo de la roca sin aliento, sin poder dejar de llorar ni de imaginar a mi abuela el día que encontró y leyó la carta de su marido muerto en el Titanic meses atrás. Tristeza y alegría se mezclan en mi cabeza. Abro la urna que contiene los restos de la mujer más fuerte y valiente que he conocido, y esparzo sus cenizas en el mar, en las frías aguas que algún día la llevaran de vuelta hasta donde su marido, mi abuelo, la espera en paz. Un viaje sin retorno que los unirá de nuevo para estar juntos el resto de sus días. Lo que el mar te quitó, el mar de devolverá, abuela. Viaja en paz. Te quiero.

13 comentarios:

  1. Muy emotivo, Iván. Con mucha reminiscencias, pasadas y recientes, pero con esa intemporalidad de las bellas historias de siempre. ¡Felicidades!

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    1. Gracias, Héctor. Ha sido interesante, porque me he metido en un género que no es el mío y he probado de hacer algo que no fuera ficción o fantasía pura y dura.

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  3. Gracias, Iván. El enigma por el contenido de la caja me ha tenido intrigada hasta el final. Los cambios de tiempo me han parecido perfectos. Personalmente fallo en ese sentido y debo practicar mucho. Enhorabuena. Un abrazo.

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    1. Muchas gracias, Merche! A mí me encanta escribir en diferentes tiempos, pero tengo que corregirlo mil veces porque me armo unos líos tremendos :-)

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  4. Muy entrañable el relato y una hermosísima descripción de la playa y de la soledad. Me ha hecho desear trasladarme allí. Precioso relato

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    1. Muchas gracias, Ana! Me alegro mucho de que te haya gustado. :-)

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  5. Precioso y emotivo relato, Iván. No hay nada más valioso que el amor de los nuestros y los momentos que nos regalan. El amor supera todos esos inconvenientes que nosotros mismos creamos, o al menos debería ser así. Felicidades.

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    1. Gracias, Dolors. Me alegro de que haya conseguido transmitir buenas sensaciones.

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  6. Una muy bella historia, Ivan, de las que emocionan y transmiten sensaciones. Enhorabuena

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    1. Muchas gracias! Todos deberíamos tener una playa así a mano, para visitarla de vez en cuando...

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  7. Entrañable y bello relato, felicidades, Iván!

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